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Han colgado en Netflix una interesante serie documental sobre la longevidad, que nos invita a recorrer las pequeñas zonas del planeta donde no es raro sobrepasar los cien años con buena salud. Se especula sobre cuál es el secreto de esas gentes, que si la dieta, el ejercicio, una rica vida espiritual o tener un grupo social en el que integrarse. La clave, probablemente, sea la combinación.

Sin embargo, a mí lo que más me ha llamado la atención de los testimonios que ofrece el programa es que todos ellos llevan una vida sencilla, parecida a la de sus antepasados. No compran comida basura, no pasan horas al volante para llegar a su trabajo, no lidian con niveles estratosféricos de estrés por su empleo, su empresa, su hipoteca o los problemas de comportamiento de sus hijos, no arrastran préstamos millonarios para comprar cosas… porque prácticamente no compran nada. La sencillez, la simplicidad, es algo que me maravilla y que nuestra sociedad ha olvidado.

Algo tan ridículo como coger el coche para recorrer tres kilómetros y meterte en un gimnasio cerrado con olor a ambientador para caminar unos kilómetros sobre una cinta de plástico es habitual en nuestro entorno. Y a nadie le sorprende. Nos encanta pasar horas y más horas frente al televisor o en las redes sociales, sin ser conscientes de que cada dos cosas que nos podrían interesar intercalan un mensaje publicitario para que compremos algo. ¿Qué más podemos desear? ¿Es que no lo hemos comprado todo ya? Parece que no. Y me temo que el auténtico secreto, no sé si para vivir cien años, pero sí para vivir tranquilos es dejar el consumismo atrás. Intentar replicar, en la medida de lo posible, el modus vivendi de nuestros bisabuelos.