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El cierre de la Payesa, estas Navidades, ha abierto un nuevo socavón en el siempre maltrecho campo menorquín. Ocho de las fincas suministradoras se quedaban con toda la producción de leche en sus depósitos a la espera de encontrar un nuevo comprador. Un duro golpe para la debilitada economía agrícola, que abocaba a estas explotaciones a sumarse a la extensa nómina de fincas abandonadas a causa de su escasa rentabilidad en relación a los abundantes sacrificios que su ocupación exige.

La intervención de la Conselleria balear de Agricultura, a través de Sa Cooperativa del Camp de Ciutadella, ha paliado el golpe, al menos durante los primeros seis meses del año, si hacemos caso al acuerdo de compra-venta suscrito entre la cooperativa y la quesería de Alaior.

Mientras todo esto ocurre, el precio que recibe el ganadero por cada litro de leche ha bajado en algunos casos a niveles inferiores al costo, una práctica injusta e inmoral que, además, la legislación prohíbe. Ninguna empresa del ámbito industrial seguiría funcionando vendiendo sus productos por debajo del coste de fabricación. Entonces ¿por qué tienen que hacerlo los payeses menorquines?, ¿acaso porque constituyen el eslabón más débil de los sectores productivos?   

La bajada de precios —no siempre justificada por la dura competencia de los curadores foráneos— ha encendido las alarmas en la conselleria balear. Sus responsables han anunciado una inspección a la empresa transformadora Sa Canova por posibles prácticas irregulares en la fijación de los precios.

El aviso ha desatado la ira del empresario, quien ha acusado al director general de Agricultura de usar prácticas bolivarianas (en referencia intencionada a la adscripción política de su titular) y al mismo tiempo ha puesto en cuestión la capacidad de Sa Cooperativa para gestionar La Payesa.

El lenguaje chulesco y desaforado de este empresario iracundo revela el estado de nerviosismo que vive el sector, dominado por unas pocas industrias transformadoras que suben y bajan los precios en función de sus intereses corporativos sin tener en cuenta las necesidades de los ganaderos. A éstos no les queda otra opción que aceptar sin rechistar —una simple opinión contraria sirve para que no te renueven el contrato de recogida (eso sí es bolivariano)— porque en Menorca se producen demasiados litros de leche que las industrias transformadoras son incapaces de absorber.

Mal están las cosas en el sector más castigado de la economía menorquina que un buen día apostó por el monocultivo lácteo deslumbrado por el señuelo de la floreciente industria del queso en porciones que tanta fama ha dado a Menorca y a su ganadería.

Pero el monocultivo tiene sus consecuencias, y de ello han aprendido nuestros correligionarios mallorquines que han sabido diversificar la producción ganadera con la agricultura, segmentando los campos en cultivos de patatas, viñedos, olivos, almendros, algarrobos, etc. y enhebrando un vigoroso tejido cooperativo.

Los problemas que atormentan a nuestro campo son estructurales. El modelo del monocultivo actual es limitante. Los modos de cultivo y producción que practicaron nuestros padres y abuelos están superados por la dinámica de los mercados y las transformaciones sociales inherentes al estado del bienestar: horario racional, sueldo justo, vacaciones anuales y derechos sindicales, básicamente.

Por eso el campo envejece, no hay relevo generacional. Se vacía. Pese a los niveles de desempleo juvenil, los jóvenes no quieren incorporarse al sector por sus duras condiciones de vida, y los nuevos menorquines llegados de otros países no ven en el campo un nicho donde ganarse la vida. Es demasiado el sacrificio para tan raquítica compensación.   

Un último apunte. La primera medida que toman los nuevos propietarios que proceden del mundo de la empresa privada o de la inversión es eliminar toda la cabaña. Se dedican al agroturismo o pueblan sus tanques de olivos o viñedos, pero no construyen establos. Por algo será.