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Puede que a mí me suceda lo que a aquel representante sindical galés, lento de reflejos, de la anécdota que refiere David Mamet en su estupendo «Himno de Retirada» y con la que pretende ilustrar tanto la necesidad de conceptos claros en política, como el enorme poder de las interjecciones impropias: «¿Qué es todo este puto lio de un hombre un voto? ¿De qué demonios estáis hablando?». «Pues de eso: un puto hombre, un puto voto». «Ah, ¿y por qué no lo decís así de claro?».

Nada parecía, política y socialmente, más explícito que el concepto de igualdad. Es simple, todos somos iguales ante la ley. En nuestras relaciones con el estado y la sociedad, todos los ciudadanos de un país compartimos las mismas obligaciones y los mismos derechos. ¿Todos? Sí, todos. Así que basta la condición de la ciudadanía, sin necesidad de contemplar las distintas condiciones individuales, grupales o tribales, para tener el acceso a los mismos servicios, disfrutar de los mismos derechos y estar sometido a las mismas obligaciones. Como tal se encuentra en la definición del    diccionario de la Real Academia. «3.f. Principio que reconoce la equiparación de todos los ciudadanos en derechos y obligaciones». Es más que suficiente, y lo bastante difícil de lograr como para mantenernos ocupados.

Como a todo, a la igualdad también se le pueden buscar los famosos tres pies que algunos persiguen en los gatos. Esto no es necesariamente malo. La igualdad es un principio, y como tal, debe ser bien definido, permanentemente supervisado y claramente administrado para poder desarrollar su argumentación con propiedad; para poder obtener los frutos beneficiosos de su aplicación. Es cierto, además, que la igualdad, antes de su inesperado renacer ideológico, corría el peligro de acabar como su hermana menor, la fraternidad, sepultada en los arcones de la historia y el devenir social. Por lo tanto es justo y necesario que nos ocupemos de ella y facilitemos las condiciones requeridas para que todos los individuos disfruten de las mismas oportunidades, la misma justicia y los mismos deberes.

Lo malo es que el nuevo revisionismo del concepto que padecemos en estos últimos tiempos de autoridad «woke»,    no deja de generar infinitas dudas sobre el propio principio. Al pretender articularlo al servicio de una determinada visión política, bordeamos el abismo por el que se precipitan quienes pretenden utilizar los principios como herramientas; quienes, desconfiando de la capacidad de las sociedades de progresar por sí mismas, consideran perentorio practicar, con lo que tengan a mano, la ingeniería social -cuando no, directamente, la cirugía social- para conseguir unos objetivos que descalabran otros de similar importancia.

Seguiremos escuchando en los telediarios noticias absurdas donde lo importante no serán los propios hechos, ni los directamente delictivos ni los meramente repugnantes, sino las características individuales de quienes los acometen y su pertenencia a tribus, colectivos o grupos autorizados moralmente a llevarlos a cabo o moralmente desaprobados para ello. Tal vez haya que hacer lo necesario para conseguir una vida social más justa y pacífica, pero resultaría más adecuado hacerlo bajo un nombre apropiado y no contrabandeando con los significados de principios tan concretos y necesarios como el de igualdad.