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Hay noticias que nos encogen el corazón y otras que, simplemente, no nos llegan. Y no porque nos interesen poco o no logren conmovernos, sino porque los medios de comunicación de masas no las publican. No las rebotan las agencias de información y como ocurren en países lejanos y pobres, parece que no tienen el suficiente poso como para convertirse en carne de telediario. Por ejemplo, el hecho de que la mortalidad infantil haya pasado de 76 fallecidos de cada mil niños nacidos vivos a 38 en los últimos años. Una buena noticia que, sin embargo, queda empañada por los datos aterradores que la acompañan. Y es que la realidad del África subsahariana es tan dura que allí uno de cada doce niños muere antes de cumplir los cinco años.

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Por eso la tasa de natalidad es tan elevada. Porque, como ocurría hace más de cien años en nuestro entorno europeo, el mundo agrícola necesita muchos brazos como fuerza laboral, los métodos anticonceptivos no abundaban y eran poco seguros y nadie sabía con certeza si esos niños que llegaban cada dos años mientras la madre estaba en edad fértil llegarían a la edad adulta. Dicen los expertos que eso supone que un niño muere en el planeta cada treinta segundos, un dato espeluznante. La mayoría por enfermedades infecciosas o prevenibles, por lo que podrían atajarse. No puede ser casualidad que los países del mundo con mayores tasas de natalidad formen también parte del grupo de naciones más pobres de la Tierra. Y, a menudo, sean territorios asolados por la violencia y el fanatismo religioso. Pero, claro, nada de eso nos salpica hasta que decenas, cientos o miles de habitantes de esas zonas-infierno deciden atravesar el desierto, subirse a una patera e intentar el sueño europeo.