El pozo, que hace siete años tenía 60 metros pero se quedó en 30 por la tierra acumulada, está ya tapado con piedras. | ABDELHAK BALHAKI

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El pozo al que cayó el pequeño Rayan no es solo un agujero en la tierra. Es el intento frustrado de alcanzar un sueño tan sencillo como tener agua, en una región falta de oportunidades donde los lugareños no tienen ni para llevar a sus hijos al colegio. En las montañas del Rif de Marruecos, al norte del país, Rayan creció jugando a las canicas, al fútbol y estaba aprendiendo a montar en bici, pero huía de los juegos electrónicos. Los móviles no le atraían ni le gustaba que le hicieran fotos. Hace siete años, dos antes de que naciera y cuando ya vivían su hermana Loubna, de 13 años, y su hermano Badar, de 11, su padre decidió buscar la tan ansiada agua a unos metros de su casa. Invirtió 4.000 euros, excavó un pozo de 60 metros y no encontró lo que buscaba.

«Solo en nuestro terreno se han perforado trece pozos, se han invertido 51.000 euros y solo dos han dado agua», explica Said, de visita en una de las casas desperdigadas por las montañas, a solo cien metros de la de Rayan. Desde ella se ven aún las excavadoras y la enorme brecha arañada por las máquinas para rescatar al niño. «El padre de Rayan excavó un pozo, su sueño era tener agua y al final su hijo ha muerto ahí». Desde hace cuatro años, explica Said, escasea aún más, igual que la electricidad, que viene y va, sobre todo entre mayo y noviembre, cuando se usan motores para sacar agua de los pozos en época de cultivo. Con Said están Fadla y Nora, que viven en la casa. Fadla, tía de Rayan, recuerda entre lágrimas y sonrisas al pequeño que tuvo cinco días al mundo en vilo. «No es Rayan, es sidi (señor) Rayan», dice tras recibir las condolencias de vecinos que van llegando. Y es que, cuenta, su padre le inscribió hace tan solo unas semanas en una guardería y le acababan de comprar su mochila.

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«Estaba muy orgulloso y pedía a todo el mundo que le trataran de 'sidi'». Pero su futuro escolar no iba a ser largo. Los niños de Ighran suelen dejar el colegio tras la primaria, explican las mujeres, y solo las niñas nacidas a partir del 2000 han recibido educación. Muchos hombres y la mayoría de las mujeres son analfabetas, dice Nora. La hermana de Rayan no es una excepción y con sus 13 años ya no va a la escuela. El problema: seguir con los estudios significa pagar el transporte por las montañas hasta el instituto en Tamurrut, a 10 kilómetros parte andando y parte por carretera, además de los libros y el uniforme. «Hay que comprar también ropa para la clase de gimnasia», se queja Nora. Y no se lo pueden permitir. Las familias de Ighran viven tres generaciones juntas. «Mi sueño es tener una casa propia, pero no puedo», dice Nora. Obtienen sus ingresos de la agricultura, pero cada vez cuesta más sacar rendimiento de los terrenos, se quejan los hombres.

Necesitan, dice Said contando con los dedos, tres cosas: carreteras, sanidad y educación. Las pistas que conducen a la casa de Rayan se vuelven impracticables en invierno y eso les impide ir al hospital, el más próximo en Chaouen, a casi 100 kilómetros. Bajo la casa de Fadla y Nora, la de Rayan ha amanecido hoy sin sus familiares directos. Sus padres están en Rabat, según los vecinos, y el resto recibiendo el pésame en una casa en privado, fuera de las miradas de los pocos periodistas que quedan hoy en la zona.

El pozo, que hace siete años tenía 60 metros pero se quedó en 30 por la tierra acumulada, está ya tapado con piedras. A solo un par de metros del agujero, el terreno aparece cortado por la enorme brecha abierta por las excavadoras para llegar a Rayan. Un precipicio de 30 metros de paredes de arcilla roja con arañazos de las máquinas. Los centenares de personas que esperaban día y noche el desenlace del pequeño han desaparecido. No hay aplausos ni rezos multitudinarios. Solo queda la casa de adobe y ladrillo de Rayan y un agujero tapado, un sueño que se convirtió en pesadilla.