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El único ruido que altera la vida de los habitantes de Odesa es resultado de la potencia acústica de los generadores que ocupan las calles principales desde que los cortes de luz se volvieron permanentes. La guerra, o su fragor, los misiles, o sus estruendos, los drones, o sus zumbidos, han desaparecido de sus vidas desde que hace cuatro meses dos misiles Kalibr (otros dos fueron interceptados por la defensa antiaérea ucraniana), se estrellaron contra su puerto comercial. Habría que regresar al 30 de junio y 1 de julio para encontrarnos con los 21 muertos de un edificio de apartamentos que quedó derruido por los disparos de misiles desde bombarderos estratégicos rusos.

La ciudad multicultural de la costa del Mar Negro, atracción de millones de turistas, sufre cortes de luz que pueden durar varios días y las intermitencias en internet hacen que los escolares y los universitarios tengan dificultades para seguir con sus programas de estudios on line. El toque de queda obliga cerrar restaurantes, pubs y discotecas antes de las 22 horas. Pero nada tiene que ver estas condiciones con las que sufren los habitantes de las zonas golpeadas por los bombardeos o los combates, cuya vida cotidiana se han vuelto subterránea al tener que vivir la mayor parte del tiempo en refugios y convirtiendo en primordial la búsqueda de ayuda humanitaria si se quiere sobrevivir.

Decenas de familias pasean por las playas de arena blanca de Odesa. Colonias de gaviotas revolotean alrededor de las personas que les lanzan migas de pan o trocitos de bizcocho. Los restaurantes ofrecen buenos platos de sopa o muy buen pescado. Todo se parecería a cualquier ciudad costera española en temporada baja si no fuera por los carteles que alertan de que hay minas marítimas esparcidas por el mar y soldados y policías patrullan por los paseos marítimos. La marina ucraniana sembró la costa de minas tras la invasión rusa del 24 de febrero para evitar que Odesa fuera invadida o atacada por mar.

En el centro de la ciudad sólo los carteles de mujeres y hombres armados y con uniforme militar recuerdan que la aparente tranquilidad puede romperse en cualquier momento. Pero al mismo tiempo mujeres paseando sus perros, madres con sus hijos en carritos y jóvenes despreocupados pasean por las calles sin inmutarse ante las alarmas aéreas que de cuando en cuando se activan durante varios minutos.

El Liv Croissants se suele llenar cuando dejan de funcionar los datos en los teléfonos que suelen coincidir con los cortes de luz. Ofrece magníficos cafés y muy buenos y variados croissants, pero su principal éxito es la señal abierta y magnífica de internet y los enchufes gratuitos para cargar portátiles o móviles. A veces hay más gente fuera pirateando la señal que dentro consumiendo. Y ocurren escenas curiosas como ver a una pareja bailando sin que nadie se fije.

Muy cerca, un pub irlandés tiene más de una docena de televisiones de más de 50 pulgadas que ofrecen todos los partidos del mundial, exquisitas cervezas de varias nacionalidades y muy buenos platos variados. El local está a reventar cuando se producen cortes de luz aunque a las 10 de la noche se advierte a los clientes que el cierre es eminente porque el toque de queda comienza a las once. Siempre es imposible ver la segunda parte del último partido del día, da igual que juegue España, Brasil o Argentina.

Igor acompaña a su hijo David, que se desplaza en patinete. Acepta que Odesa vive en mejores condiciones que las aldeas y las ciudades más cercanas al frente, pero recuerda que «los rusos nos pueden bombardear cuando quieran». Es partidario de defenderse de la anormalidad de la guerra con una actitud resistente y sin miedo, aunque es consciente de que «una Rusia herida y humillada es más peligrosa que una fuerte y ganadora y puede ser capaz de utilizar sus armas más destructivas».

Anastasia, la traductora, es profesora de Filología Hispánica y sólo ha estado un par de semanas fuera de la ciudad desde que empezó la guerra. «La mitad de mis alumnos están disgregados por media Europa, algunos trabajando como voluntarios en los países que los han acogido», explica. Los cortes permanentes de luz le impiden dar clases con normalidad porque suele coincidir con la falta de señal de internet. «No veo el final del túnel de la guerra y estoy preocupada porque nos estamos acostumbrando a esta anormalidad. Seguiré aquí siempre que Odesa no sea atacada de forma regular, pero no estoy loca y me iré si la situación se agrava», cuenta mientras camina por una ciudad algo apagada durante el sábado por la mañana. Está contenta porque ha conseguido ducharse en casa de su madre esta mañana después de dos días sin agua en la suya. «Aquí todos somos rusoparlantes y pertenecemos a familias rusas desde hace generaciones, pero muchos de nosotros hemos empezado a usar el idioma ucraniano como forma de oponernos a la agresión de Moscú», comenta.

Eliana pasea con un niño pequeño llamado Timur, que parece su hijo pero que, en realidad, es su nieto. Esta abuela de 44 años no quiere hablar de política, aunque afirma sin preámbulos que «no hay una verdad absoluta en la guerra». Cuenta que no es agradable vivir con tanta ansiedad e inquietud, pero «no quiero que el malestar, el malhumor o el pánico afecten mi comportamiento».

Lilia, de 65 años, respira desde que llegó de Mykolaiv hace unas semanas con su nuera y su nieto, que aprovecha un columpio del parque para pasárselo en grande. «Llevamos tres días sin luz, pero eso es un problema menor cuando has vivido meses bajo las bombas», cuenta la mujer mientras fuma un cigarrillo y lanza el humo mezclado con el vaho. Han alquilado una casa y quieren pasar el invierno en Odesa. El niño tampoco podría estudiar allí porque «todas las escuelas están destruidas». Su marido y su hijo se han quedado en Mykolaiv al cuidado de la casa. «Esperamos que toda esta pesadilla acabé en primavera. Aunque también nos dijeron que la guerra duraría tres meses y ya han pasado nueve. A veces tengo la sensación de que llevamos una eternidad combatiendo», reflexiona.

En el mercado de los libros hay algunos puestos de venta de literatura, pero otros negocios son de telefonía móvil, cafés, pequeñas tiendas de abasto donde se ofrece todo tipo    de productos. En una de ellas hay cinco botellas de Faustino I,  entre ellos un Gran Reserva de 2008 y otro de 2009. «El negocio está muerto», comenta el dueño al preguntarle sobre las ventas.

Después de la pandemia de la Covid 19, Odesa empezó a recuperar el turismo en 2021 y fue visitada por cuatro millones de personas, incluidos muchos rusos. Pero la guerra ha impactado directamente en la industria turística y muchos negocios y hoteles se han cerrado.

Una joven fumadora recuerda que los habitantes de Odesa no suelen decir directamente lo que piensan si creen que no vale la pena. «Me he olvidado la bola de cristal en casa», contesta ingeniosamente cuando se le pregunta sobre el futuro de este conflicto. Cree que la ciudad «es un oasis y tiene una magia muy especial que respetan hasta los rusos, que querrían ocuparla sin destruirla».

Avenue Flowers es un negocio de flores frescas que intenta sobrevivir en un tiempo en el que pocas personas van a gastar su dinero ahorrado en algo que no sea de primera necesidad. La dueña, Anastasia, sólo desea que le llegue el generador que ha pedido para que sus refrigeradores funcionen y sus flores no se marchiten tan rápidamente. «Es un artículo de lujo, pero también sirve para alegrar la vida de personas que han sufrido. Recibimos muchos encargos por Instagram», confirma mientras elige una docena de flores distintas y hace un bellísimo ramillete que le acaban de encargar. Todavía hay personas deseosas de hacer feliz a otras aunque la guerra no parezca tener fin.