Enfrentamientos en Brasilia. Miles de bolsonaristas irrumpieron en las sedes de las principales instituciones de Brasil. | Reuters

TW
0

El intento violento de miles de partidarios del expresidente de Brasil, Jair Bolsonaro, de hacer caer el mandato del electo Luiz Inácio Lula da Silva cuando este apenas ha echado a andar ha sido considerado por muchos analistas como una advertencia en toda regla. Los peligrosos tiempos que vivimos se caracterizan, también, por el negacionismo electoral, esto es la tendencia que invita a no reconocer como legítimo aquel veredicto de las urnas que no apoye lo que uno mismo defiende.

Las máquinas tienden a no equivocarse, y los modernos recuentos electorales son habitualmente rápidos y fiables. Nadie o prácticamente nadie en la comunidad internacional ha arrojado sombra de duda alguna en los resultados de las elecciones presidenciales de Brasil de finales del pasado mes de octubre. Tan solo mantiene la supuesta conspiración el derrotado Bolsonaro, quien aun hoy no ha felicitado a Lula da Silva por su ajustada pero legítima victoria. El rico magnate de orígenes europeos incitó a sus partidarios más exacerbados a salir a las calles, y desde el primer minuto pedirle al ejército que imponga un ‘status quo’ diferente mediante la fuerza. Ello, y la respuesta firme de las instituciones en un continente que bien conoce por experiencia propia los pronunciamientos y las dictaduras militares resultan elementos especialmente significativos.

Los bolsonaristas han pedido hasta la saciedad una jefatura del Estado distinta a la emanada de las papeletas. Negar la voluntad popular de la mayoría parece más en boga desde lo sucedido en el Capitolio de Washington, cuando Donald Trump mandó a sus acólitos a marchar para impedir la investidura de Joe Biden como nuevo presidente de los Estados Unidos. El patrón visto en Norteamérica hace dos años se ha imitado ahora en cierto modo en América Latina. Además, el golpe se gestó de modo similar, con múltiples nódulos radicalizados y conectados en aplicaciones como Telegram donde poder coordinar sus actos. Las similitudes son palmarias, y muchos tildan los sucesos de Brasilia con un especial simbolismo como 'el asalto al Capitolio brasileño'.

Esta misma semana el presidente del Gobierno Pedro Sánchez avisó del momento histórico crucial que vivimos. Un momento en el cual los extremismos crecen avivados por el descrédito de la clase política y los medios de comunicación tradicionales, atizados por la desinformación mientras la polarización se antoja creciente y desmedida en la discusión pública. En mitad de ese clima enrarecido en términos globales, España afronta un año 2023 trufado de citas electorales, empezando por las locales y autonómicas y culminando en las generales en la última parte del curso.

Para algunos expertos en ciencia política resulta particularmente peligroso que las figuras españolas de primera línea jueguen con fuego, o lo que es lo mismo, con el descrédito del rival hasta puntos que ponen en tela de juicio todo el sistema democrático. Precisamente estos días el presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, acusó a Sánchez de ser un okupa dentro del PSOE, confundiendo los principios y pretensiones de la formación española centenaria, y tergiversándolos en aras de beneficiar a su interés personal. Seguir pegado al poder a toda costa y contra todos, incluso en contra de los suyos. Acusaciones estrafalarias como esta a las que algunos dan crédito cimentan gota a gota un caldo de cultivo que, en manos de fanáticos y violentos, puede desembocar en sucesos como los de Brasilia o Washington.