Tropas estadounidenses e iraquíes en Bagdad. | Efe

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Este lunes, 20 de marzo, coincide con una efeméride histórica en el plano internacional. Se cumplen veinte años de la invasión de Irak por parte de Estados Unidos, una ofensiva contra el criterio de Naciones Unidas justificada en las supuestas armas de destrucción masiva del régimen de Saddam Hussein, en un contexto de persecución del terrorismo internacional tras el ataque de Al Qaeda contra el Pentágono y las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001. El 20 de marzo de 2003 las tropas estadounidense atacaron Irak y lo hicieron por tierra, mar y aire, en una acción unilateral que no dejó margen a la reacción. Hoy, veinte años después, los hechos demuestran que Oriente Medio no es una región más estable, ni Irak un estado mejor.

El gobierno transitorio impuesto por los ocupantes occidentales tras la caída de Hussein, antaño socio estratégico de EEUU en la región, se ha revelado con el tiempo tan fallido como aquel que presidió el autoritario líder iraquí. En estos años el gobierno local tutelado por Estados Unidos y sus socios ha tenido que lidiar con las reticencias de su propia población. También con el largo listado de cargos fieles a Saddam que huyeron en mitad del caos de los primeros días de la invasión, y que a la postre han alimentado el yihadismo y todo el complejo crisol que conjuga sobre el terreno la oposición violenta a los intereses occidentales.

Los iraquíes recuerdan bien aquellos sucesos y aun no han perdonado. Y es que, a pesar de la misión militar occidental, en el Irak de hoy la violencia sectaria sigue presente, y el país no ha abordado reformas de calado en la línea de ahondar en su modernización. Hace veinte años, cuando los primeros misiles se lanzaron y el desembarco de tropas fue ya una realidad, el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, lo justificó con el supuesto interés de destruir las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein, y de librar al mundo de un tirano déspota y criminal, protagonista de los peores desmanes incluso en contra de su propio pueblo.

La guerra de Irak, de cuyos primeros compases hoy se cumplen dos decenios, es considerada la primera en ser retransmitida en directo por la televisión. Esta guerra se libró a pesar de que Irak ya había sido forzado a destruir sus armas de destrucción masiva, tanto químicas como biológicas, utilizadas con apoyo occidental contra Irán en la década de los ochenta, e incluso para reprimir a su población. No hubo ni rastro de las mismas, y no se pudo vincular de modo alguno a Saddam Hussein con los atentados yihadistas de 2001 contra América. Cuál fue el verdadero motivo tras el derrocamiento de Saddam Hussein en un país rico en petróleo, y cuya estabilidad es capital para la paz de toda la región.

PORTUGAL. POLITICA. GEORGE BUSH, TONY BLAIR Y JOSE MARIA AZNAR DAN UN ULTIMATUM A SADDAM HUSSEIN

El hecho de no encontrar ni rastro de esas armas de destrucción masiva no llevó a nadie en Washington a plantear un propósito de enmienda. Tampoco en España, donde el entonces presidente José María Aznar se reveló como un fiel defensor de las tesis estadounidenses. Recordada es la fotografía de las Azores, donde Aznar alcanzó altas cotas de relevancia pública a nivel internacional, sentándose en la misma mesa que Bush y el premier británico Tony Blair. Curiosamente, el trío quedó fuertemente marcado por la estampa, una de las más significativas de las últimas décadas y por un motivo u otro su carrera política quedó 'tocada'.

Entretanto, en este tiempo, buena parte de la opinión pública internacional ha recordado la invasión de Irak como un ejemplo de acción unilateral y una suerte de desafío a la legalidad internacional, algo que todavía hoy recuerdan recurrentemente algunos diputados tildados de extremistas o 'antiOTAN' en sedes nacionales, y también en la Eurocámara. Esos mismos parlamentarios reseñan que la acción de Vladímir Putin en Ucrania que hoy todos censuran comparte evidentes rasgos con la que tomó Bush hace veinte años en Irak, el país que hoy se encuentra lejos de alcanzar una democracia estable en una región especialmente abonada a la violencia sectaria y religiosa.