Las residencias de ancianos están siendo muy golpeadas por la COVID. | Pixabay

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Un total de 20.268 personas mayores fallecieron en residencias durante la primera ola de la pandemia por la COVID-19, según el borrador de un informe de la Secretaría de Estado de Derechos Sociales, dependiente del Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030, en el que califican lo que sucedió en estos centros como una «tormenta perfecta».

De los 20.268 fallecidos, el 51% (10.364 fallecimientos) estaban confirmados mediante prueba o análisis serológico, mientras que 9.904 fallecimientos se notificaron como «con síntomas compatibles» con la COVID-19, según el estudio elaborado a partir de las aportaciones del Grupo de Trabajo Covid-19 y Residencias.

Además, el documento estima como «plausible» un rango entre el 47 % y el 50 % de afectación en residencias respecto al total de fallecimientos por la enfermedad COVID-19 en la primera oleada.

Este dato situaría el caso español «en unos parámetros intermedios», similares a los de Irlanda del Norte (52%), Francia (49%), Israel (45%) o Suecia (47%); por debajo de Bélgica (64%), Irlanda (63%) o Canadá (85%) y por encima de Reino Unido (41%), Portugal (40%) o Alemania (39%).

Asimismo, de los datos se desprende que el 6% de los mayores en residencias de España ha fallecido durante la primera ola de la pandemia, un dato que «mostraría una alta afectación respecto a otros países de la OCDE», según el documento.

También señala que de marzo a junio se produjeron 33.848 fallecimientos de personas dependientes beneficiarias del Sistema de Autonomía y atención a la Dependencia (SAAD), lo que supone un exceso de 18.375 con respecto a los 15.473 esperados. En todo caso, la Secretaría de Estado precisa que no se discriminan las causas del fallecimiento.

Por otro lado, el informe identifica una treintena de factores que estuvieron presentes y que interactuaron en lo que califica como una «tormenta perfecta», como la alta contagiosidad o el desconocimiento sobre muchos aspectos de la enfermedad.

En este sentido, señala que cuando se adoptaron oficialmente medidas de limitación de visitas y salidas en las residencias (entre el 12 y el 18 de marzo dependiendo de territorios), «el patógeno ya se había introducido en muchos centros».

Entre las medidas que se proponen para evitar contagios en residencias, se sugiere «separar antes de la aparición de brotes», si la instalación y los recursos lo permiten, creando «unidades de atención más pequeñas» con dinámicas independientes entre sí y personal propio para evitar contaminación cruzada.

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Otros factores que enumera el documento son: la morbilidad, la edad avanzada, los problemas neurodegenerativos o los negativos efectos del aislamiento en los residentes. En este sentido, los autores del estudio aconsejan que la aplicación de medidas de confinamiento solo se mantengan «por el tiempo que sea estrictamente necesario».

También contribuyeron a esa «tormenta perfecta», según el informe, los espacios colectivos en las residencias, el tamaño de estos centros -se apunta que puede existir una correlación entre el mayor número de plazas y el mayor riesgo de diseminación-, la escasez de equipos de protección y las dificultades para un blindaje total.

En cuanto a la derivación de los enfermos, la Secretaría de Estado propone en base a las aportaciones del grupo de trabajo, derivar a los afectados por COVID-19 de las residencias a centros de atención intermedios gestionados por el sistema sanitario en colaboración con los servicios sociales y conectados con el ámbito hospitalario.

Esta estrategia, según asegura, «ha mostrado alta eficacia, reduciendo la carga de trabajo de la atención primaria en salud, permitiendo un mejor triaje si fuera precisa la atención hospitalaria».

Además, el estudio señala que existió ausencia de planes de contingencia en la primera ola, que se partía de «ratios insuficientes» de personal, que las residencias no contaban con personal sanitario «suficientemente entrenado» y que hubo «falta de apoyos psicológicos» tanto para el personal como para los residentes y sus familias.

Igualmente, constata que hubo una «enorme dificultad» de acceso a pruebas diagnósticas y reconoce que «la desconexión de las residencias con el sistema sanitario pudo provocar inasistencias en los momentos finales» de la vida.

Además, en cuanto a las medidas que impidieron el acceso a hospitales de enfermos procedentes de residencias o con enfermedades neurodegenerativas, el informe indica que «no se puede dispensar la asistencia sanitaria sobre criterios de esperanza de vida».

En el informe se incluye también una propuesta para monitorizar los datos en las residencias. En concreto, se plantean tres bloques de datos: el primero se reportaría una sola vez y consistiría en una encuesta de centros para hacer un censo residencial (actualmente, se utiliza el dato de una encuesta del CSIC de 2019 que sitúa el número de residencias de mayores en 5.417).

El segundo sería una encuesta a residentes y personal sobre estado epidemiológico, fallecimientos y situación de la plantilla; y el tercero, una encuesta para saber el stock de EPIs. También se propone un sistema de semáforos para conocer cómo es la situación en cada centro residencial y evitar posibles «colapsos asistenciales».