Marlon Brando, en uno de los momentos más icónicos de su personaje, Vito Corleone, en el filme ‘El Padrino’.

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Clásico entre clásicos, El Padrino regresa a la cartelera en su 50 aniversario. Considerada una de las cintas más influyentes del cine de gangsters, este efímero reestreno permitirá disfrutar de una meticulosa restauración, llevada a cabo por la empresa de producción de Francis Ford Coppola, American Zoetrope. El cineasta, creador de la célebre trilogía inspirada en la novela de Mario Puzo, ha declarado a través de un comunicado sentirse «muy orgulloso de esta película, que ciertamente define el primer tercio creativo de mi vida».

Como decía Tom Hanks en Tienes un e-mail, «El Padrino es un oráculo. Porque es la respuesta a toda pregunta». A renglón seguido, su personaje enumeraba frases célebres contenidas en esta cinta, apertura de una saga iniciada en 1972 y concluida, de forma un tanto abrupta por cuánto se alejaba de la majestad creativa de sus antecesoras, en 1990. Lo cierto es que Hanks no estaba equivocado, El Padrino y sus perlas de sabiduría no desentonarían en una estantería junto a ediciones de Sun Tzu y Maquiavelo.

Si ha disfrutado de Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990), Atrapado por su pasado (Brian dePalma, 1993), Camino a la perdición (Sam Mendes, 2002), o de series como Los SopranoEl padrino tiene la culpa. El filme de Coppola allanó el camino para que otros realizadores deslizaran su propia visión del crimen organizado. Algo que Scorsese definió acertadamente como ‘la otra América’, esa trastienda del sueño americano que no vemos en el Hollywood más autocomplaciente. Narrativamente, El Padrino funciona como un tiro, y en muchos niveles.

Para empezar, es una metáfora sobre el capitalismo, pero al mismo tiempo es la historia de una familia, de una sucesión, y sus luchas de poder (reflejada, por momentos, en la excelente y actual Succession, de la plataforma HBO), y carece de los ribetes moralistas que lastraron a películas anteriores. Aquí, lo humano va por delante de lo moral, y la construcción de personajes es tan precisa como un reloj suizo. Tampoco hay tiempo –ni ganas– de juzgarlos dentro de ese microcosmos asfixiante, dominado sistemáticamente por la corrupción.

Hoy nadie discute su calidad, pero su gestación no fue sencilla. Los estudios querían mostrar una versión edulcorada de la novela de Mario Puzo, consideraban que el público no estaba preparado para un contenido tan duro y extremo. Por suerte, apareció el productor Robert Evans. Un extravagante, rebelde e impredecible cuerpo extraño en el Hollywood de la época (produjo Harold y Maude). Este hombre apasionado, al que a día de hoy no se ha hecho justicia, condujo el proyecto con pulso firme hacia el púlpito de los clásicos. Del resto se ocupó, con brillantez, Coppola. Y eso que no fue la primera opción de Evans, quien se decantaba por Arthur Penn o Richard Lester. Para más inri, nadie quería a Marlon Brando. Los productores querían como cabeza del clan Corleone a Anthony Quinn, George C. Scott o Laurence Olivier. Coppola tuvo que pelear su contratación, también la de Al Pacino, el joven íntegro que termina absorbido por la dinámica familiar. El rodaje fue una olla a presión, el director de fotografía, Gordon Willis, mantenía una relación tirante con el director, aunque afortunadamente no influyó al resultado. Finalmente, su estreno fue un auténtico fenómeno. Fue la cinta más taquillera de 1972, generando colas de espectadores, ansiosos por asomarse a una historia tan explícita que hasta podía olerse el spaghetti.

Su excelente banda sonora merece capítulo aparte. Obra de Nino Rota. Con tan solo doce años, el milanés ya escribía oratorios y gran variedad de música de cámara, consagrándose como un auténtico niño prodigio. Las expectativas eran altísimas y Rota no defraudó. Uno de sus grandes aciertos fue identificar a la figura del Padrino con un vals. Fue el propio Coppola quien le sugirió al idea, puesto que, metafóricamente, el movimiento circular del vals hace referencia a la reiteración constante de delitos en la que se ve envuelto Don Vito y, por extensión, los Corleone. Pero no se trata de un vals alegre, sino lento, perezoso y melancólico como una marcha fúnebre, como el designio propio de una familia marcada por la fatalidad.