Azorín manifestó que «el cine tiene que proporcionar sosiego». Humildemente discrepas, porque, en ocasiones, puede y debe producir desazón, ejerciendo la obligación ética de advertiros sobre los peligros que se os avecinan y recordaros lo dicho en «El ultimátum de Bourne» (Paul Greengrass, 2007): «Mi regla número uno es: espera lo mejor y prevé lo peor». No es ese un mal consejo, no, si se analiza la preocupante situación actual… Una función, la de prevenir, que, entre otras muchas, tiene el arte por excelencia del siglo XX, el que, curiosamente, no aparece en ningún plan educativo para vergüenza de todos los ministros de Educación que en el país han sido. Ausencia no casual. No vaya a ser que a la ciudadanía le dé, de pronto, por pensar y mucho menos por sentir…
Cine mudado, pues, en aviso. Aunque incomode. En palabras de Joäo Costa Menezes: «Al igual que cualquier otra forma de arte, el cine es importante solo si se usa para hablar de esas cosas de las que la gente no quiere oír hablar». Pero el cine no solo es advertencia, sino que, en ocasiones, incluso profecía. Ya en 1968 (¡1968!), Stanley Kubrick filmaba la obra de ciencia ficción por excelencia (actualmente de realismo puro): «2001: una odisea del espacio». En la cinta, tras dejar patente la naturaleza violenta del hombre en la insuperable escena del monolito, el cineasta os alertaba sobre los peligros que podía conllevar la Inteligencia Artificial. ¡Hace 56 años! Así, cuando el astronauta Dave Bowman conversaba con HAL, una computadora, y le ordenaba «abre la puerta de la cámara de la cápsula», HAL le desobedecía en un acto de manifiesta hostilidad: «Lo siento, Dave, eso no me es posible».
El armamento nuclear y la posibilidad permanente de que éste sea utilizado en una Tercera y definitiva Guerra Mundial, ha sido igualmente objeto de atención y aviso por parte del cine. En «Teléfono rojo: volamos hacia Moscú» (Kubrick, 1960), un general americano enloquecido lograba saltarse todos los protocolos de seguridad y provocar un ataque nuclear a Rusia, lo que conllevaba la destrucción de la Tierra. Las escenas de una sucesión de explosiones atómicas y la imagen de un tejano enardecido montado sobre un proyectil en caída libre, como si se tratara de la grupa de un caballo en un rodeo, cerraban una cinta magistral y tragicómica que producía/produce en el espectador, a partes iguales, carcajadas y amargos sabores aterradores…
Finalmente (los ejemplos serían interminables) y en una obra menor («Octopussy» de John Glen, 1983), los guionistas MacDonald, Maibaum y G. Wilson ponían en boca de dos generales rusos (Orlov, un psicópata y Gogol) el siguiente diálogo:
General Gogol (respondiendo a Orlov, que acababa de proponer una paulatina invasión de Europa): Eso es una completa locura. Todos sabemos a dónde nos conduciría eso. La OTAN contratacaría con armas nucleares…
General Orlov: ¡No! El Occidente está en decadencia, dividido. No tienen valor para arriesgarse a una represalia nuclear nuestra.
Gogol: No veo lógico arriesgarnos a una guerra tan solo para satisfacer tu demencia personal y sed de conquista…
El problema reside en que el General Orlov –y en el plano de la realidad- es hoy otro demente llamado Putin y que éste último carece del contrapeso y de la sensatez de alguien parecido a Gogol…
Cualquier hombre es susceptible de errar. Pero errar tras ser advertido es de necios. El cine ya os ha alertado sobre esas cuestiones y sobre otras muchas, como el maltrato que le dais a la Naturaleza y que os puede llevar igualmente al abismo. Ahora os toca a vosotros (por lo menos a vuestros dirigentes) decidir si anheláis ser unos necios o no y actuar con extrema prudencia y lucidez, sin obviar la contundencia y analizar, sí o sí, lo que ocurriría en el futuro inmediato si finalmente cayera Ucrania… Y, simultánea y paralelamente, luchar de forma radical por un total desarme nuclear a nivel mundial…
De momento lo sois, necios, porque ningún animal sería tan gilipollas como para poner en riesgo su propio hábitat, sin tener otro de recambio… ¿O no?
]]>John Boyne
Miércoles 13. Mahón/Maó. Primer Mundo. ¿Primer Mundo? Un grupo de bastardos (les calculas unos trece años) sube al autobús. Inmediatamente después, esos cabronazos prematuros comienzan a criticar a los viajeros en voluntaria, audible voz baja. Sus palabras vomitan racismo, desprecio, odio… Desde la atalaya de su superioridad creída menosprecian a todo hijo de vecino. Una anciana con problemas de movilidad es su última diana… El conductor intenta poner orden. Pero ellos no entienden de eso. Ni de empatía. Ni de humanidad. Ante lo vivido, dos sentimientos y una pregunta pululan por tu interior. Sientes asco y pena por esos jóvenes entrecomillados. Que no ira. La interrogante es clara: ¿qué clase de padres tienen esos malnacidos?
Cualquier día. ¿Gaza? ¿Ucrania? ¿Hipercor? ¿Vietnam? ¿Atocha? La niña –a la que le quedan, exactamente, cuarenta minutos de vida- se arrastra para alcanzar su muñeca. Invierte dos en adivinar por qué la muñeca, siendo blanca, aparece ahora teñida de rojo. Tarda tres minutos más en averiguar que es sangre… La de sus padres… Los busca. Esa niña –el tiempo pasa- debería de haber asociado ese color con un pincel en una escuela, con una clase de dibujo y no con…
De repente, toma conciencia de que no alcanzará jamás ese juguete que, a la postre, era su único juguete… Un dron le ha cercenado una pierna, la que aún siente… Cosas neuronales… Para los que, sin conocerla, la condenaron a muerte, ella es una cifra… ¿Su nombre? ¿Importa? Los hijos de quienes, desde la distancia, determinaron su ejecución si sabrán, en cambio, de unas pinturas apellidadas «Alpino», pero no de las tonalidades del dolor… Eso, lo de las guerras, solo les pasa a los otros –pensarán-. En un último acto de lucidez –cuando su dolor es ya extremo-, dos minutos antes de la partida, la niña asimila que no únicamente le robarán la vida, sino que previamente se lo han robado todo… Hasta la respuesta a un porqué que nadie, probablemente, podría darle…
¿Jueves 14? En tu país. A las 15.20 horas. Casi de tapadillo, una locutora informa de que trece mil niños han muerto en Gaza en los primeros cinco meses del conflicto y que desde 2005, al menos 120.000 niños de todo el mundo han muerto o fueron mutilados como consecuencia de conflictos... Los datos de Unicef pasan casi inadvertidos. Vende más la corrupción que no cesa. Los cotilleos en Mediaset, esa tarde, prometen. Los políticos copan titulares y siguen enfrascados en su particular partido de tenis. Los reproches van y vienen. Triunfa el «y tú más» infantil aprendido en el colegio… Mientras, alguien duerme entre cartones…
¿La gente? Anestesiada e indiferente ante lo de esa niña -¿cuál sería su nombre?- y ante lo de tantos inocentes que diariamente la espichan. La rutina tiene esas cosas. Uno acaba por acostumbrarse a todo. El poder lo sabe. Y para aliviaros reduce los muertos a cifras. Esas no duelen. Y esos niños y esos ancianos y esas madres y tantos os son presentados por el inmenso poder de quien dirige sin conciencia el cotarro –y en palabras de John Boyne- como simples figuras, borrones, manchas, en meros puntos. Esos puntos que, por insignificantes y alejados de vuestras zonas de confort, no escuecen… Por otra parte, siempre estará ahí el mando a distancia para cambiar de canal cuando a alguien se le cuele la imagen de esa niña de pierna cercenada en busca de su muñeca o la manida excusa de que «uno no puede hacer nada». Tal vez la paz, sin embargo, comience por cosas sencillas, en un autobús, por ejemplo, ese al que no accedan hijos de puta con chándal de marca y conciencia de top-manta. O en un hogar en el que los padres enseñen a sus hijos que ningún mal ajeno les puede resultar indiferente. O en una renuncia generalizada al cultivo/recuerdo/engorde de odios atávicos. O en…
Ojalá la niña de Gaza pueda creer en eso, en esa esperanza y dedicarle su último minuto…
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