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Corría el siglo IV antes de Cristo en la magna Grecia y los opíparos banquetes eran más celebrados que los Juegos Olímpicos, y sobre todo más frecuentes. Al dios Apolo se le rendía culto de vez en cuando; a Dionisio, dios del vino y la bacanal, con bastante asiduidad. Roma siguió con tan embriagantes costumbres e incluso las superó. El resto de civilizaciones terráqueas siguió un camino más o menos parecido: la comida y bebida pasó de ser una mera necesidad a convertirse en un inmenso placer y como consecuencia la preparación y elaboración de los alimentos en manjares, un arte.

Han pasado los siglos, los pueblos han evolucionado, el mundo se ha globalizado y nosotros nos hemos sofisticado; pero asimismo los instintos básicos —afortunadamente— siguen siendo los mismos.
Hace años un —ahora ex— director general de Turismo dio en el clavo al dilucidar cuáles son las dos prioridades absolutas de cualquier turista en país ajeno: "Qué hay que ver y adónde hay que ir a comer".

Tal vez pueda parecer de perogrullo incidir en la importancia de la gastronomía en pleno siglo XXI en un país de referencia turística a nivel internacional y unas Balears pioneras en la materia. Alguien dijo que el turismo todavía no se había inventado y en Mallorca ya existía. Nuestro admirado archiduque Lluís Salvador es un magnífico ejemplo de ello.

Nuestra sociedad de bienestar —a pesar de sus carencias— ha contribuido a refinar el olfato y los paladares de las gentes. El buen comer y su maridaje, además de un gran placer, se han convertido en un arte. Y para mayor deleite, en un arte popular al alcance de todos. Para apreciar una aria de Puccini o una sinfonía de Malher hay que tener los oídos afinados, para comprender los poemas de Baudelaire se requiere dedicación y sutileza, para penetrar los misterios de los lienzos de Velázquez y Goya se precisa de estudio, pasión y mirada escrutadora; para disfrutar de lo que la gastronomía nos ofrece basta con dejarse llevar por los sentidos.

No nacimos aprendidos y tal vez se tardó algo en reconocerlo y plantearlo: hoy por hoy la gastronomía y el turismo van y vienen en el mismo barco. No se puede entender una cosa sin la otra. Esto no significa que todavía no permanezca una minoría residual de playa, litrona y salchicha que se autolimita con su ignorancia. La mayoría de turistas llegan ávidos por conocer la isla, sus rincones, sus calles, sus monumentos y qué se cuece en nuestros fogones.

Arte, artesanía y tradición se funden en un suculento placer que entra por la boca.