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Desde hace unos años vivo en Valldemossa, lo que sin duda me ha cambiado la percepción de la dinámica social y política. A cuatrocientos metros por encima de la capital las cosas se ven diferentes; la altura empequeñece los problemas más mundanos, incluso sabiendo que uno de sus epicentros está tan solo a 18 kilómetros de distancia.

Como acertó a observar una pionera turista francesa, es cierto que Valldemossa es una isla dentro de otra isla, es un universo propio, finito y sosegado, donde lo permanente prevalece sobre lo inmediato.

Un universo que no alteran sus más de dos millones de visitantes anuales, pues sus dos mil habitantes saben que su forma de vida y su sabiduría es una guía que enriquecerá espiritualmente a todo aquel que se acerque. Es decir, son los valldemossins de todos los orígenes los que pueden cambiar para bien la vida de los turistas. De hecho, el pueblo ha sabido adaptarse para que el día a día transcurra sin interferencias. Quien pasea por sus calles adquiere siempre un más elevado concepto del civismo, cuando observa cómo los propios vecinos mantienen lucidas y perfectamente adornadas sus ventanas y balcones con plantas, flores y una imagen de Santa Catalina Thomàs; o cuando observa que nunca hay ningún papel en el suelo; o cómo aquellos que obtienen de sus huertos un pequeño excedente de naranjas o limones los ofrecen de forma elegante a quien desee disponer de ellos. Si alguien quiere o tiene que llegar a su vivienda en automóvil lo puede hacer, pero son tan pocos los que circulan por sus estrechos rincones que no llegan a molestar. Sus terrazas son modélicas. Ciertamente, en Valldemossa se pueden observar escenas que superan a las que se cuentan de los más civilizados cantones suizos.

Vivir en Valldemossa, como dice una ilustre vecina, es vivir en un lugar parecido a la felicidad en donde se está conectado con todo el mundo, pero donde este se contempla con la suficiente distancia como para que no altere, en absoluto, a sus residentes. De esta forma el valldemossí es un híbrido entre el hombre moderno conocedor de los avatares y las disputas del siglo XXI, y del ermitaño dedicado a la superior vida contemplativa, la meditación y el trabajo emancipador.

Es cierto que Valldemossa tiene que volver a apostar por la alta cultura occidental y universal reemplazando a otras fórmulas menores. Pero también lo es que lo hizo durante mucho tiempo y que “quien tuvo retuvo”. Por ello el nivel que pueden adquirir las tertulias de pueblo nada tiene que envidiar a las de los cafés más emblemáticos, donde los aparatos de televisión permanecen en silencio a la espera, únicamente, de acontecimientos relevantes de los que estar debidamente informado.

Palma siempre será mi ciudad, sigo viviendo su intenso cosmopolitismo, pero ahora, en Valldemossa, lo hago al ritmo del correr del agua, el croar de las ranas y el ulular del bosque.