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El pasado octubre Aina Ginard, activa y amable redactora de este semanario, tuvo la deferencia de recabar mi opinión sobre el proceso inflacionario y sobre la capacidad de los fondos europeos para la reactivación económica. La sagaz periodista preparaba un reportaje, para publicarlo a finales de aquel mismo mes, en el que contraponía mi discrepante valoración personal respecto a la de alguno de los economistas de cámara que sostenían la versión gubernamental de una inflación pasajera y un despegue rápido por las ayudas europeas a la transformación económica.

De esta forma tuve ocasión de declarar que, desafortunadamente, la gestión de la pandemia consistió en paralizar una gran parte del productivo, de forma que la oferta de bienes y servicios se retrotrajo de forma grave. Al tiempo que se imprimieron enormes cantidades de dinero para pagar a esos productores a los que se les impedía producir. De esta forma, con una oferta muy mermada y con una demanda sobreactividad era inevitable que los precios tendieran a subir. Además, las señales que estaba dando el Gobierno de España con la planificación de la asignación de los fondos europeos era que la inflación no tan solo no le importaba demasiado sino que, en el mejor de los casos, la consideraba un mal necesario.

Ahora, seis meses después algunos dirigentes políticos del BCE comienzan a reaccionar reconociendo que la inflación es un monstruo que una vez liberado resulta muy difícil de combatir. El motivo es que los precios constituyen un sofisticadísimo mecanismo automático de comunicación entre todos los agentes de la economía, que cuando se distorsiona, por el exceso de impresión de dinero, deja de funcionar, generando redistribuciones de renta desvinculadas de la aportación productiva que se realice. Así, todos tratarán de prevenir los futuros incrementos de precios, acelerando el proceso. La inflación obliga a la gente y a las empresas a actuar como jugadores.

Otro de los argumentos que entonces sostuve en solitario fue que el Gobierno debería haber anunciado que los fondos europeos de recuperación tenían que haber sido destinados a reducciones tributarias, tal como hacen países vecinos. Pues esta era la única forma eficaz de que llegasen a una mayor parte del tejido productivo, evitando que se convirtiesen en un incentivo para la actuación lobista. Además, los impuestos son uno de los principales costes productivos, de forma que su moderación tendría un efecto inmediato sobre todo tipo inversiones empresariales favorecedoras del crecimiento a medio y largo plazo con la consiguiente contención de precios.

Ojalá hubiese equivocado el diagnóstico de hace medio año. Ahora, tras el tiempo transcurrido, me permito tener el atrevimiento de sugerirle a Aina que la próxima vez que entreviste a alguno de esos economistas de cámara, les pregunte si es cierto que realmente el gobierno, en algún momento, ha querido evitar la inflación. Si me lo pregunta a mí responderé con un rotundo no.