Nadal celebrando su vigesimosegundo título de Grand Slam. | BENOIT TESSIER

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La decimocuarta conquista de Roland Garros no ha sido la más atípica después de alzarse con el título en la edición otoñal de 2020 con la pandemia de coronavirus cambiando el mundo, pero el último mordisco a la Copa de los Mosqueteros sí ha sido el más complejo para Rafael Nadal, que llegó a París envuelto en las dudas que implicaba su lesión crónica en el pie izquierdo y con mucho menos rodaje sobre tierra batida del que es habitual en su trayectoria. A los síntomas de flaqueza que emitía su lesión se añadió el sorteo más duro posible con los otros favoritos en su misma parte del cuadro y obligándole a superar hasta cuatro top ten para abrazar otra vez la gloria. El más difícil todavía para completar con éxito su camino más tortuoso sobre la arcilla gala.

El curso 2022 empezó de la forma más brillante posible para el de Manacor, que se convertía en Australia en el jugador con más títulos de Grand Slam de la historia. También llegó a Melbourne con las dudas que suscitaba una inactividad de prácticamente seis meses, pero sacó a relucir su mejor versión y su ADN de campeón en el momento adecuado para coronarse en el primer grande del curso y dar forma a su mejor inicio de temporada como profesional. Otro éxito sorprendente teniendo en cuenta de donde venía y por llegar en uno de los escenarios que le habían resultado más esquivos. Fue su penúltima resurrección antes de recalar en la capital gala.

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Su nivel de excelencia se trasladó hasta Acapulco, donde volvió a levantar el trofeo, y se prolongó hasta el desierto californiano. Sin embargo, las cosas comenzaron a torcerse en el Masters 1000 de Indian Wells en las semifinales frente a Carlos Alcaraz. Una lesión en la costilla no le impidió acabar con la resistencia del murciano, pero fue demasiado lastre para superar a Taylor Fritz en la final. El golpe más duro fue el período de baja de cuatro a seis semanas que supuso el diagnóstico para la fisura de estrés del tercer arco costal izquierdo.

Entró con el paso cambiado en la temporada de tierra batida. Tras ausentarse de otros dos de sus torneos fetiche como Montercarlo y Barcelona, Madrid fue el punto de partida para su temporada de tierra y de las primeras señales de alarma del síndrome Muller Weiss que sufre en el pie izquierdo. Una dolencia crónica e incurable tal como él mismo aseguró en Roma, donde su eliminación en cuartos de final y con una visible cojera ante Shapovalov comprometió aún más sus opciones en París.

En la capital italiana avisó que la presencia del doctor Ángel Ruiz-Cotorro en el segundo grande del curso sería clave para alimentar sus opciones y el tratamiento en tierras francesas le ha permitido mitigar el dolor a la hora de competir. Tampoco el cuadro parecía sonreírle a Rafael Nadal, que vio como en su camino estarían los dos jugadores que encabezaban muchos pronósticos. La proyección del avance de los cabezas de serie le situaba en el horizonte a Djokovic y Carlos Alcaraz, pero la exigencia comenzó a dispararse en su duelo con el canadiense Felix Auger-Aliasssime, que le llevó al límite hasta los cinco sets. Fue el primero de los cuatro top ten que tendría que tumbar para llevarse el trofeo. Luego acabó con la resistencia del número uno del mundo, Novak Djokovic, en otra función memorable, esta vez nocturna. Y después accedió a la final a costa del número tres del ránking, Alexander Zverev, cuya lesión en la semifinal le allanó el camino hacia el duelo con el mejor aprendiz de su carrera, Casper Ruud. El triunfo ante el noruego en la final amplía su leyenda y le permite completar el más difícil todavía.