Eduardo Ruiz Sosa, junto a Patricia Almarcegui, estuvo el sábado en el Cercle Artístic de Ciutadella. | Gemma Andreu

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Publicaciones como «El Cultural» o «La Vanguardia» incluyeron en sus listas de lo mejor del año «El libro de nuestras ausencias» (Editorial Candaya, 2022), una novela firmada por el escritor mexicano Eduardo Ruiz Sosa, residente en España y que se encuentra de visita en la Isla para acercar su historia al público menorquín. El sábado con el acompañamiento de la también escritora Patricia Almarcegui, estuvo en el Cercle Artístic y el lunes (19.30 horas) hablará en el Ateneu de Maó.

¿De dónde nace el impulso de escribir una novela como «El libro de nuestras ausencias»?
—Es un proyecto que comenzó más o menos hace 15 años, en el que fui trabajando muy lentamente y que tiene que ver con el contexto de violencia, impunidad y corrupción que se vive en el noroeste de México. Yo soy de una ciudad que se llama Culiacán, en el estado de Sinaloa, donde el narcotráfico es un problema cotidiano, extremo, descomunal. He vivido allí más de la mitad de mi vida y aunque llevo tiempo acá, siempre he estado muy ligado a mi país.

¿Cuál es el eje principal de la novela?
—La ausencia. A partir de ahí fueron apareciendo los diferentes elementos contextuales conforme fue pasando el tiempo, con algunas experiencias personales y colectivas. Hay un par de acontecimientos que están muy en el centro del libro. Uno es la desaparición de tres chicos de mi ciudad en 1996, cuando yo tenía 13 años, sin dejar rastro pero con muchas sospechas. Y ese mismo año fui al teatro por primera vez a ver una obra no infantil, algo que me impactó mucho: la puesta en escena, la idea de la ficción y la meta ficción, la historia dentro de la historia. Esas dos cosas se fueron conjugando con el paso del tiempo y al final se transformaron en un libro que trata sobre las desapariciones, la ausencia y las rastreadoras.

¿Cómo pesa la ausencia en la sociedad mexicana?
—Hay un informe sobre la desaparición forzada de la ONU en el que se decía que en las morgues del Estado había una cantidad descomunal de cuerpos sin identificar y que crecía cada día. Decía también que si los trabajos de identificación se hacían correctamente harían falta alrededor de 120 años. México es un país que tiene poco más de 200 años de independencia, por lo que esa cifra representa algo más de la mitad de su historia. La ausencia es un fenómeno que atraviesa a la sociedad mexicana de un lado al otro. Es algo que está presente no solo en la vida cotidiana, sino también en la literatura desde hace mucho de tiempo, desde Rulfo y José Revueltas hasta Cristina Rivera Garza.

Un tema recurrente en la novela latinoamericana, también fuera de México, con ejemplos claros como los de Roberto Bolaño en «2666» o Mariana Enríquez en «Nuestra parte de la noche».
—En realidad es una temática común en todos los lados. Acá también hay una cantidad de desaparecidos y de fosas en las cunetas de la Guerra Civil. Es algo que en algunos lugares se ha hablado más porque ha habido una serie de procesos, democráticos, sociales o culturales podríamos decir, que los han puesto de manifiesto. Atraviesa América Latina de una forma muy notable, pero ocurre en muchos otros lugares aunque no se habla tanto, como por ejemplo los Balcanes o el mundo árabe y también en países asiáticos.

En el prólogo hace una definición un tanto dura: «México es un país esquizofrénico, lleno de fantasmas».
—Sí, es dura pero creo que también bastante acertada. Culiacán es una ciudad en la que hay alrededor de cien asesinatos al mes, según cifras oficiales y seguramente sean muchos más, pero la vida continúa. Hay una vida cotidiana, cultural, social, deportiva. La cotidianidad se ve interrumpida por momentos pero luego sigue adelante. Esas capas que conforman un solo universo hacen como si fuera un país con muchas personalidades, con un desorden múltiple en el que todas las capas son simultáneas.

¿Ha cambiado, de alguna manera, la perspectiva de su país desde la distancia?
—Ha cambiado, desde luego. La distancia me da una perspectiva para mirar de otra manera y pensar las cosas de otra forma. Ahora me dedico a estudiarlo, a pensarlo y a escribir sobre México, una cosa que antes hacía menos. Mucha de la literatura que se ha escrito en torno a la violencia del narcotráfico ha terminado enmarcada en el género de la novela negra. A mí no me interesaba convertir esa historia en una trama policiaca. No quería centrarme en los victimarios, en los criminales, los policías, sino en las familias de las víctimas, a quienes quería escuchar.

Les pone voz.
—Más bien pongo oreja. Siempre se ha dicho que los escritores prestan o dan voz a quien no la tiene, y yo creo que no, que todo el mundo tiene voz, lo que no tienen es alguien que preste tiempo y atención para escuchar esa voz. Lo que me interesaba era ver las cosas de otra forma, desde otra perspectiva, escuchar a los personajes, ver lo que dicen y hacerme yo invisible para que esa voz llegue lo más directamente posible a quien lea el libro.

¿Qué papel juega el teatro en la obra?
—El libro tiene una vinculación muy importante con el teatro, está en la esencia de la estructura y de la trama. Me interesaba no entrar a hablar directamente de los desaparecidos del narcotráfico, sino plantear un camino en el que una persona va aproximándose poco a poco a ese mundo. Hay una actriz en la novela, de teatro, que enferma y termina desapareciendo. En términos argumentales, es muy importante. El libro está compuesto como si fuera ver una obra de teatro.