Nuevo proyecto. El chileno está centrado ahora en sacar su negocio adelante | Josep Bagur Gomila

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Después de mucho rodar por el mundo y haber vivido en países como Brasil, Argentina, México o Estados Unidos, al final Patricio encontró su sitio en la Isla, un lugar que dice reúne las condiciones que necesitaba. Confiesa este ingeniero comercial con estudios en arquitectura, derecho e historia del arte que lo suyo nunca fue el trabajo de oficina, «siempre me gustó más el movimiento».

Tras viajar por medio mundo, ¿qué fue lo que le llevó a acabar en Menorca?
— El marido de mi abuela era de Mallorca, y siempre me habían hablado mucho de Balears. Me fueron quedando esas cositas en la mochilita de los recuerdos. Un día, conversando con un chico que había trabajado conmigo, un chileno que vive en Menorca desde hace muchos años, me dijo que necesitaban un cocinero en el Hospital Mateu Orfila. Entonces, pensé... España, una isla, sol, tiempo libre, surf... Y dije, «yo me voy para allá».

¿Recuerda el día que llegó?
— Sí, es curioso porque yo había trabajado durante muchos años como cocinero en cruceros, y el día que recalé en Menorca atracó en Maó el «Armonia» de la compañía de MSC, curiosamente el primer barco en el que trabajé.

¿Qué sabía de la Isla antes de recalar en ella?
— Pues lo único que sabía era lo que me había comentado el marido de mi abuela. Pero a mí era como si me hablaran en chino, no entendía demasiado, aunque ya había vivido durante unos años antes en Madrid. Siempre he tenido un espíritu aventurero, siempre estaba como buscando algo; buscaba sentirme cómodo con el nivel de vida, un lugar tranquilo... Y eso, al final lo encontré aquí, en Menorca. Llegué, y dije: «¡oh, qué comodidad!». Me encantó. Primero recalé en Maó, luego conocí a Celia, mi pareja, y se me abrió la otra parte de la Isla. Entonces ya fue cuando dije, «de aquí no me muevo más». Fue un cambio absoluto, y ahora estoy muy feliz en Ferreries.

¿Y cómo es la vida en Ferreries?
— Me encanta. Para ser un lugar tan pequeñito, tiene un montón de movimiento, siempre encuentro cosas que hacer, aunque también es un sitio tranquilo.

¿Cómo se ha sentido acogido?
— Muy bien. Pero hay que decir que yo siempre me he preocupado mucho por integrarme en los sitios en los que he vivido. Cuando llegué a Brasil, no hablaba portugués, y a los seis meses ya era capaz. En Estados Unidos tampoco dominaba el inglés, pero también me puse con ello. Y ahora me he matriculado en la escuela de adultos para seguir con el catalán. Ya no me basta con aprenderlo en calle, necesito algo más pedagógico, que me corrijan los acentos, como pronunciar... Por ejemplo, en los veranos hay una batucada en Ferreries, y cuando los maestros se van de vacaciones yo voy a suplirlos tocando el tamboril. Siempre estoy metido en algo.

Ahora se ha metido a emprender un negocio. ¿Es la primera vez?
— En España sí, pero en Argentina ya había colaborado como asesor en la apertura de dos negocios de comida japonesa, y fue bastante bien. Pero a lo largo de mi vida también he tenido otros trabajos, como minero, también fui profesor de cocina. En Estados Unidos trabajé en Disney, en el parque de Orlando y embarcado también en el Disney Magic como cocinero.

¿Es duro ser emprendedor?
— Es duro, pero siempre miro el lado positivo de las cosas. Hay que ser dúctil para poder aguantar.

Está especializado en pollos asados, pero me cuentan que le da un toque de la gastronomía de su país a sus recetas...
— Sí, tiene un toque latino. Aunque el pollo lo hago lo más neutro posible. Lo que siempre quisimos para este negocio fue el concepto de «las tres bes», bueno, bonito y barato, y que con el tiempo, cuando la gente pensara en pollo se acordara de The Chicken Factory.

¿Y por qué elementos latinos está apostando?
— Tacos mexicanos, con un poco de picante, con guacamole, los burritos; también vamos a apostar por la típica hamburguesas de ternera, con la base de las americanas, pero que tenga características locales, que es lo que queremos en el fondo, el toque menorquín.

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¿Cuántos años ha estado embarcado?
— Unos 15 aproximadamente, y en ese tiempo me ha dado tiempo a conocer mucho mundo. Hubo un viaje muy curioso, que hice con National Geographic a bordo del «The Kapitan Khlebnikov», un rompehielos con energía nuclear. Estuve trabajando en él un año, pero la mitad del tiempo en puerto por culpa de una avería. Así pase un año entero en Rusia.

Lleva más de media vida viajando. ¿Es Menorca algo temporal también?
— No, porque aquí encontré lo que hacía tiempo estaba buscando. Llega un momento en el que conoces tantos sitios que puedes comparar con propiedad. En Estados Unidos, que es el sueño de mucha gente, conocí las dos costas, y me gustó Nueva York, pero es un sitio muy caro y con demasiada gente... Es por eso que antes de venir aquí tenía casi decidido ir a Canadá, un lugar que en cierto modo me ofrecía lo mismo que en Menorca en lo que se refiere a la tranquilidad. En Vancouver puedes dejar una venta abierta de tu casa, irte el fin de semana y cuando vuelves están todas tus cosas.

Pero hace un poco más de frío...
— Frío a saco. Hay que estar ocho meses al año con nieve, y eso al final me echó para atrás. Pero los veranos y las primaveras son increíbles allí. Además, yo tengo cierta tendencia deprimirme con el frío.

¿Qué es lo que más le gusta de Menorca?
— La tranquilidad y que está todo cerca. En Canadá o Estados Unidos ir al supermercado te puede llevar, solo en llegar, media hora... Y si no tienes coche, no existes. Aquí es como un micromundo, con gente sencilla, sin competitividad. Hay una cosa que no me gusta de Latinoamérica y Centroamérica, las diferencias sociales abismales que existen. Aquí la vida es tranquila, y si quieres trabajar vas a encontrar trabajo, pero a veces hay que moverse...

¿En esos años no le ha faltado trabajo?
— Nunca, al contrario. Incluso casi siempre he podido escoger entre diferentes empleos. También, mi filosofía es la de ir llamando a todas las puertas, no te suelen venir a buscar a casa. Yo viví una época en Chile en la que no tenía ni un duro, solo tenía el coche y estuve viviendo tres meses en él. Al final, encontré un trabajo y salí adelante hasta que junté el dinero para poder alquilar un piso. El trabajo de alguna forma te da carácter, te ayuda a evolucionar.

¿Qué echa de menos de su país?
— Nada.

¿Está en contacto con otros chilenos en Menorca?
— La verdad es que no, ni siquiera con la comunidad latinoamericana. Tengo amigos de todos los lados. Vengo de una familia en la que todos siempre hemos sido muy independientes.

¿Ha sufrido alguna vez algún tipo de discriminación por su condición de extranjero?
— Nunca. De hecho, cuando me hablan en menorquín me siento muy aceptado. Hay que adaptarse e incorporarse a la sociedad en la que estás viviendo.

¿Regresa a menudo a su país?
— La verdad es que no. Desde estoy por aquí no he vuelto. No me fui de Chile por una razón económica, la cosa ahora está bastante bien por allí. En Chile podría seguir trabajando como profesor, me iría bien, tendría mi piso, pero no es un país que me llene. Una de las cosas que me molesta de Chile es el sectarismo.

Pero es un país increíble...
— El sur de Chile es espectacular, con sus bosques, aún quedan zonas sin explorar. Si te metes allí te pierdes, de hecho si lo vas a hacer tienes que avisar e informar de la ruta que vas a hacer. Luego, el norte también es muy bonito, con su desierto más árido, yo subí allí a trabajar en una mina, y no te dejan estar más de siete días por los efectos de la altitud. Si buscas un lugar para concentrarte, ese es ideal. El sur tiene también lugares increíbles, muy lindos. Si quieres esquiar, allí están algunos de las mejores estaciones de América del sur junto con Argentina.

¿Cómo resumiría su experiencia menorquina?
— De tranquilidad y alegría, que es lo que estaba buscando. Aquí estoy muy feliz. Ya he viajado bastante... Aquí he encontrado mi sitio.