Ricardo J. Pereira Dos Santos es carnicero. | Gemma Andreu

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Durante los últimos doce años, desde que pisó la Isla por primera vez, la de Ricardo ha sido una historia de idas y venidas entre su Brasil natal y su casa actual, y de «futuro», recalca. Casado con una menorquina, su proyecto de vida está aquí, y de forma permanente. A continuación relata cómo está siendo la experiencia.

¿Cómo comenzó su aventura menorquina?
— En Brasil era barbero de profesión, pero también trabajaba mucho en la parte artística y el mundo del espectáculo: un poco de todo, ballet clásico, contemporáneo, teatro, folclore y, por supuesto, también capoeira. La historia es que un día mi profesor me comentó que habían venido unos empresarios desde España buscando un perfil completo en el mundo del espectáculo. Hice una prueba y ellos una propuesta para trabajar en España. Así fue como llegué a Mallorca en abril de 2004, y después de tres días de formación ensayando espectáculos, aterricé por primera vez en Menorca.

Y comenzó a trabajar.
— Sí, en muchos hoteles. Algunos de ellos ya no existen, como el Esmeralda en Ciutadella. Era un circuito de aproximadamente unos 15 establecimientos.

¿Qué sabía de Menorca antes de llegar?
— Ni siquiera sabía que existía (risas).

Y para no saber nada, ¿qué le pareció el lugar?
— Seré sinceró. He de reconocer que cuando llegué a Mallorca no tuve muy buena sensación; en Brasil, a las seis de la tarde ya está oscuro, y allí brillaba el sol hasta mucho más tarde, parecía otro planeta (risas). En Menorca, evidentemente, es igual, pero me encontré mucho mejor. Me instalé en Cala Blanca, y fue un poco como la sensación de cuando tu madre te recibe con los brazos abiertos.

Y se quedó.
— Sí, seis meses para hacer la temporada, pero luego estuve unos años yendo y viendo para trabajar. Cuando llegué en 2004 no solo trabajaba en los espectáculos, sino que también hacía de camarero de piso en un hotel de Cala en Bosc, el único hombre de toda la plantilla que me dedicaba a labores de limpieza. En 2006 ya me di cuenta de que más de la mitad de mi vida estaba ya aquí. Lo que ocurre es que en 2007, cuando intenté regresar había un conflicto entre España y Brasil en lo referente a la circulación de personas y permisos de residencia. Así que cuando llegué a Madrid me hicieron regresar, con mucha decepción muy parte. Pero pensé, ya volveré de nuevo...

Y así lo hizo...
— Sí, tenía un amigo que trabajaba en un crucero turístico con destino a Europa, y me embarqué durante 20 días para participar en un espectáculo. Mi última parada fue A Coruña, en abril de 2008. De allí fui a Mallorca para ver a unos amigos, y de nuevo a Menorca, donde me quedé, aunque también tenía una oferta de trabajo en Grecia. Hay que decir que por aquel entonces ya había conocido en Brasil, por amigos comunes, a una chica menorquina, que con el paso del tiempo se convirtió en mi mujer. Ya vine para quedarme.

¿Cómo fue la adaptación a la vida menorquina?
— No fue difícil. La adaptación depende del carácter de cada uno. Si te abres hacia otras personas no suele haber problema. Yo ya había aprendido el español en la calle, y me sirvió de algo. Luego, una vez aquí había gente que me pedía perdón por hablarme en menorquín, pero yo les decía que no, que me hablaran en su lengua, y eso me ayudó mucho a seguir aprendiendo... «Algo pillaré», pensaba yo. Luego, le preguntaba a mi mujer que era eso de ido, idò, idò... (risas). También me ayudó mucho ver la tele en catalán, siempre fui un gran fan de «Bola de Drac», y aún sigo viéndolo.

¿Qué es lo que más le gusta de su vida aquí?
— Todo. Pero la tranquilidad que se respira es increíble. Aunque mucha gente se queje del invierno, yo te digo que vivir aquí nunca es aburrido. En verano, hay mucha gente y trabajo a tope... Y después, a buscar espárragos, caracoles y esclata-sangs en el campo... Me encanta todo eso, y también salir a caminar y a correr. En invierno siempre se puede encontrar algo entretenido que hacer. Si estás aquí y tienes un trabajo, está guay. Pero una de las cosas que más me gustan de Menorca, y general de toda España, es la educación de la gente.

Y puestos a poner algún defecto...
— Pues no me gusta que haya gente que todavía no entienda que aquí vivimos del turismo.

Barbero de profesión, especialista en el mundo del espectáculo y ahora carnicero... Una vez más a empezar de cero.
— Como no sabía nada, al principio empecé en la cocina, como friegaplatos. Nunca he tenido problema en trabajar de lo que fuera. Estaba en la cocina, pero siempre he sido una persona muy curiosa. Soy caparrut pero en plan bueno. Aprendí mucho mirando, y a los tres meses ya estaba de encargado del área de fríos, ensaladas y postres en un restaurante de un familiar... Y luego me pasé a la cocina, donde también me especialicé en las pizzas.

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Y al final, acabó en una de las carnicerías de la Plaça de la Llibertat...
— Sí, trabajando con mi suegro, Llorenç Capella. Es una profesión de la que apenas sabía nada, pero me gusta mucho. Empecé limpiando, luego pasé a despachar y cortar carne.

Y además tiene la suerte de estar en un entorno tan bonito como el de esa plaza.
— Sí, y trabajando de cara al público, algo que te permite aprender mucho de otra cultura y de su lengua.

En Brasil sabéis mucho de carne, con los tradicionales rodizios. ¿Qué tal es la carne de aquí?
— En Menorca hay carne muy buena también. No tiene nada que envidiar.

¿Cuál es su plato favorito?
— Diría que la paella, pero la paella de aquí. La comería cada día. En lo que se refiere a la carne me da igual, me gusta de todo tipo, cabrito, cordero, cerdo...

Cambiando de tema, tengo entendido que la capoeira es una actividad muy importante en su vida.
— Sí, la practico desde los cinco años. Es muy importante en mi vida. Puedo hacer lo que tú quieras, pero eso no lo dejo nunca. Fuera de Brasil no se entiende de igual forma, allí la utilizamos mucho. Desde siempre ha servido para retirar muchos chicos de la calle, de la marginalidad, de las drogas; es como un medio de vida. Yo antes era muy peleón en Brasil, participaba en peleas clandestinas, en las que valía de todo, no había reglas.

¿Qué le aporta personalmente?
— Sobre todo disciplina; te educa como persona, te da mucha seguridad, alegría, flexibilidad, armonía, es un cúmulo de cosas buenas. La capoeira no es un baile como mucha gente piensan, es un arte marcial brasileña que mezcla deporte, cultura, música. La gran mayoría de brasileños que hacen capoeira también practican el arte marcial jiu-jitsu, algo que yo recomiendo mucho, ya que es perfecta para la defensa personal.

¿Cómo encaja la capoeira aquí?
— La isla es muy pequeña. En 2004, tenía un grupo con unos 40 alumnos, pero el problema era que no teníamos continuidad porque al terminar la temporada se quedaba parado hasta el año siguiente. Ahora hay dos grupos, el mío, la Asociación Cultural de Capoeira Lutarte, y el Grupo Capoeira Menorca, de los profesores Valter Santana y André Borges. Ellos, junto algunos amigos venidos de Mallorca, han participado en la jornada de bautismo para mi grupo de alumnos que celebramos la semana pasada en el gimnasio Físics de Ciutadella.

¿En qué consiste concretamente la ceremonia?
— Durante el acto se otorga al alumno su graduación correspondiente. Y durante el bautismo se asigna también el apodo de capoeira, siempre en portugués.

Y su hija, con tan solo dos años ya tiene su nombre de capoeira...
— Yo soy Peito de Pombo (pecho de palomo), y el ella es Pombina (paloma) Tsunami. Es un bebé todavía, pero ya práctica algunos movimientos.

Volviendo al trabajo, ¿la profesión de barbero se le ha olvidado ya?
— Eso no se olvida mai. ¡Todavía le corto el pelo a mi suegro!

¿Cómo resumiría su experiencia menorquina?
— Si me muriese ahora y volviera a nacer, regresaría a Menorca. Y si pudiera ser más jovencito, mejor. (Risas)

Pero algo echará de menos de su casa.
— La familia, las amistades... Pero estoy más aquí que allí. Prácticamente no me entero de lo que ocurre en Brasil. Mi sitio está aquí, tengo que buscar mi lugar en el cementerio viejo (risas). Viajar a Brasil es muy caro, la última vez que fui fue en 2014 y hacía seis años que no iba. Estuve 35 días, y a la segunda semana yo ya me quería volver a Menorca, aunque mi mujer se quería quedar.