Cap d’Artrutx. Andrea tiene una especial predilección por los paisajes con un faro | Josep Bagur Gomila

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Rememora Andrea cómo cuando llegó a vivir a la Isla, y de eso hace ya casi un cuarto de siglo, había por aquí pocos argentinos: «Ahora das una patada y salen 20», bromea. Es tiempo de Navidad y sobre la mesa de su casa no falta un dulce típico de su tierra como la pasta frola y, por supuesto, el mate. Aprovechamos para echar la vista atrás y hacer un repaso a su historia menorquina.

¿Cómo se cruza Menorca en su camino?

—Llegué a la Isla en 1993, pero ya había aterrizado a la aventura en España un año y medio antes. El primer sitio en el que recalé fue Andorra, donde conocí a un chico que hacía temporadas de verano aquí. Siempre alternábamos lugares de mar y montaña para el trabajo. Cuando se nos terminó el contrato en Canarias tenía pensado ir a Eivissa o Londres, pero él me propuso que por qué no venir a conocer Menorca. Y yo no sabía ni que existía este lugar, solo había oído hablar de Mallorca y Eivissa. Pero como por aquel entonces no tenía rumbo fijo, me decidí.

¿Y acertó con la elección?

—Fue llegar y comenzar a sentir las mariposas en el estómago, había vivido en muchos otros sitios, pero esa sensación la tuve aquí. Fue entonces cuando me dije «este es mi sitio».

¿Qué más recuerdos tiene de su llegada?

—Me acuerdo de que faltaba poco para las elecciones. Llegué con mi amigo, que con el tiempo se convirtió en mi marido, y él ya conocía gente aquí. Se reunieron para hacer una paella en Na Macaret, que fue el primer lugar de la Isla que conocí. Yo nunca había escuchado hablar menorquín ni siquiera sabía que existiera su lengua.

¿No sabía de la existencia de Menorca ni del menorquín?

—Ni que lo hablaban tan alto. Y tengo el recuerdo de que me daba la sensación de como si se estuvieran peleando y la única palabra que entendía era González. Pensé que estaban hablando de algún vecino, criticándole… Así que cuando me preguntaron si entendía algo les comenté lo que pensaba y se empezaron a reír. Luego me explicaron que no es que estuvieran discutiendo, que ellos hablaban así y que estaban hablando de que Felipe González se postulaba de nuevo a presidente del Gobierno. En resumen, no entendía nada de lo que hablaban.

Sin embargo, acaba de dirigirse a su perro en menorquín.

—Sí, algo lo hablo. Chapurreo el menorquín, pero a mi juicio lo hago muy mal.

Pero se atreve, que ya es bastante.

—Yo ya comencé a atreverme hace mucho, incluso inventándome palabras. Cuando llegué estuve viviendo por la zona del Arenal d'en Castell, en el negocio de un señor que tenía una tienda y que me imitaba a mí en argentino, y yo le dije que iba a hablar en menorquín con él, así que me lo inventaba (risas). Pero bueno, él encantado de la vida y yo también. Luego sí que comencé a estudiar el catalán en la escuela.

Comentaba que al llegar a la Isla sintió algo especial, ¿pero cuándo decidió quedarse a vivir?

—Vine a trabajar una temporada de verano y después pasé el invierno en Barcelona. Pero luego, cuando mi amigo y yo ya éramos una pareja estable, regresamos a Menorca, nos casamos y decidimos quedarnos aquí. Dijimos que éste iba a ser nuestro sitio, y así fue. Luego pasó el tiempo, me divorcié y ahí fue cuando me planteé si quedarme o no. Puse enfrente los pros y los contras y ganaron los primeros. Y aquí me quedé, ya tenía comprada mi casa y mi base de operaciones es la Isla.

Hábleme de esos pros y contras.

—Pues en cuanto a los pros, lo que seguramente dirá todo el mundo, la calidad de vida; yo siempre digo que a mí mientras me sigan sorprendiendo cosas como un atardecer o el color del mar, seguiré enamorada de la Isla, el día que eso no me atraiga más, significa que no tengo que hacer nada más aquí. ¿Contras? A veces los malos servicios; que te digan cosas como que por el hecho de vivir en una isla tenemos que esperar o que las cosas tardan más cuando vivimos en la época que vivimos.

¿Cómo fue la fase de adaptación a la vida menorquina?

—Hay que tener en cuenta que, aunque ya había hecho temporadas en otros sitios, yo venía de una ciudad como Buenos Aires, donde nadie conoce a nadie, y llegué a un pueblo como Alaior hace más de 20 años. La gente me preguntaba por mi vida o quién era el meu pare, y yo pensaba qué importancia tiene eso. Luego te das cuenta de que son costumbres y lo llegas a entender, pero al principio sí que me costaba que los demás supieran tanto de mí y yo nada de ellos.

Después de tanto tiempo, ¿se ha menorquinizado de alguna forma?

—Pues mira, yo que vengo de un lugar donde las distancias se cuentan en tiempo, por lo que tardas en llegar a un sitio y no por los kilómetros, ahora sí que se me hace a veces un poco pesado moverme para ir algunos sitios, algo que le pasa a mucha gente de aquí y que yo al principio no entendía, porque podía ir y venir a Maó 40 veces y me daba igual; y hoy ya planeo la logística para intentar aprovechar el viaje.

¿Cómo se las ha arreglado en el tema laboral?

—Yo lo tenía complicado porque todavía no tenía los papeles, en parte porque no me hacía falta, porque al estar casada tenía el permiso de residencia, me sentía ciudadana del mundo, pero al final acabé por sacarme la nacionalidad después de muchos años pero por una cuestión burocrática. Pero bueno, desde el principio no resultó muy complicado encontrar trabajo, aunque sí en las épocas de crisis. En el 95 por ciento de los trabajos he estado súper bien.

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¿Ha trabajado siempre en el sector turístico?

—No, también he prestado servicios en el sector sanitario e inmobiliario.

En la actualidad, concretamente, trabaja en una empresa de recreo náutico.

—Sí, y estoy genial. Trabajo en un sector que alquila barcas con las que puedes navegar sin licencia. Es una ventaja veranear en un lugar como éste, en el que puedes llegar a las mejores calas. Me encanta mi trabajo porque estoy en contacto con clientes que ya vienen predispuestos a pasárselo bien, y yo me lo paso bien con ellos, así que genial.

Regresemos a su país. ¿Qué es lo que más echa de menos?

—Principalmente la familia por las cosas que no vives, como por ejemplo el crecimiento de los sobrinos. Eso es lo más duro de estar lejos, a pesar de la instantaneidad que nos proporcionan las redes sociales. Porque me acuerdo de que cuando llegué mandabas una carta y tardaba como mínimo 15 días en llegar; si a eso le sumas el tiempo que transcurría hasta que se sentaban para contestarte y las dos semanas del camino de vuelta, era mucho tiempo, y eso si la carta llegaba a su destino, ya que a mí, por ejemplo, a Alaior no me llegaban algunas cartas por el hecho de vivir en una casa de alquiler. Tuve que ir a Correos para explicar la situación.

Cuando le pregunté antes de la entrevista si llevaba mucho tiempo viviendo en la Isla, me respondió que llegó en un momento en el que todavía «el cartero conocía a todo el mundo». ¿Ha cambiado mucho Menorca desde entonces?

—Era una Menorca muy diferente. Los menorquines que me conocían me presentaban a la gente como alguien que venía de la Patagonia, de un lugar muy muy lejano, como preguntándose qué hacía aquí. Cuando llegué había poca gente de fuera, y menos de tan lejos. Me chocaba que incluso la gente joven se extrañara de que viniera desde tan lejos. Ahora es diferente.

¿Regresa a menudo a su país?

—La verdad es que no, tardo bastante. Regresé el año pasado, pero hacía siete que no iba. Mis familiares sí que han venido a visitarme y les pareció un paraíso. Soy una fanática de la Isla y siempre que puedo hago publicidad de ella.

¿Está muy pendiente de la actualidad de su país?

—Sí que sigo la actualidad, aunque no muy a fondo porque a veces me amarga. Pero claro, tengo a mi gente allí, y por eso no puedo desentenderme.

Y cómo están las cosas por allí

—Estuve el año pasado y vi un país mucho mejor. Argentina siempre fue un país muy próspero, el problema suele ser quien lo gobierna.

En un momento puso en la balanza los pros y contras y se quedó. ¿Menorca sigue en sus planes de futuro?

—Me suelen preguntar mucho eso, pero yo nunca digo nunca. Tengo mi casa aquí desde hace muchos años y como decía antes es mi base de operaciones, aunque evidentemente, esté donde esté sé que voy a volver aquí. Pero claro, soy una persona que no sé qué voy a hacer de aquí a cuatro días. Menorca me ha aportado mucha calidad de vida. Yo trabajaba en Buenos Aires en una laboratorio y lo único que veía era una pared color salmón, ése era mi paisaje.

¿Fue esa monotonía lo que despertó su espíritu aventurero?

—En realidad la historia es que mis abuelos, tanto por parte de madre como padre, eran españoles, de Almería y el País Vasco. Siempre le decía a mi abuela materna que iba a terminar en España, pero entonces no tendría más de cuatro o cinco años. Cuando vine a España visité esos lugares, y fue algo que me emocionó mucho. Cuando vuelvo a Argentina, soy muy tonta en ese sentido, camino como arrastrando los pies para que se quede más impregnada en mí, porque sé que no voy a volver en mucho tiempo.

¿Cómo era la vida en Buenos Aires?

—Allí nunca te aburres. Cuando buscabas en el periódico qué hacer un fin de semana había páginas y páginas de oferta de ocio. Hoy día, el tema de la seguridad ha cambiado, es algo más complicado.

Muchos de los que vienen de fuera se queja de que la oferta de ocio en invierno es escasa.

—Al principio me sobraba el tiempo, pero ahora me gusta. Lo que no me gusta es que a las cinco de la tarde sea noche cerrada en invierno. Suelo decir a los turistas que ellos recorren en verano la Isla por fuera y es bonito, pero el invierno es ideal para recorrerla por dentro, y tienen mil cosas preciosas.

Los inviernos no son tan temibles como dicen...

—A veces. Depende cómo venga el temporal. Pero yo ya llegué aquí acostumbrada porque en la Patagonia el viento también es constante.