Cuencos tibetanos. Es la actividad a la que se dedica profesionalmente. | Javier Coll

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Cuando se le pide que resuma brevemente su experiencia en Menorca, lugar en el que lleva viviendo más de la mitad de su vida, responde que el hecho de reconocer que aquí está su hogar «lo dice todo». Esta artista japonesa, especializada en la tradición de los cuencos tibetanos, ha encontrado un lugar en el que disfruta de la conexión con la naturaleza.

De isla a isla, pero con 10.000 kilómetros de distancia. ¿Cuál es su historia?

—Todo tiene que ver con el hecho de que el padre de mi hijo vivía en Menorca desde hacía mucho tiempo. Y esa es la razón de que conociera Menorca, un lugar que había visitado en alguna ocasión ya antes de instalarme de forma definitiva, en 1996.

¿Qué impresión le produjo?

—Es difícil recordar sensaciones porque ya ha pasado mucho tiempo. Para los japoneses una isla en el Mediterráneo tiene un componente exótico. Diría que lo que más me impactó fue la belleza del color del mar y también me llamó mucho la atención las construcciones de las casas blancas. En aquel entonces todo era muy tranquilo. Tuve la sensación de que como si hubiera venido a vivir a un pueblo grande.

¿Cómo afrontó el proceso de adaptación a la vida menorquina?

—Hay que tener en cuenta que yo llegué embarazada a Menorca, y eso ya suponía un cambio muy importante en mi vida, algo mucho más grande en sí que el cambio de lugar de residencia. No hablaba nada de castellano, así que al principio tuve que recurrir al inglés para comunicarme con todo el mundo. Pero luego, poco a poco, fui aprendiendo con la gente, y ahí sigo (risas).

Supongo que al proceder de una cultura tan diferente, el cambio sería chocante.

—Con los años he conseguido estar muy vinculada a algunos grupos que hay en la Isla. Pero también creo que no he acabado de entrar en la sociedad menorquina del todo, supongo que el hecho de no hablar menorquín tiene mucho que ver, creo que es algo fundamental porque cultura y lenguaje siempre van juntos.

Tengo entendido que usted forma parte también de un Círculo de Mujeres de la Isla.

—Sí, nos reunimos una vez al mes mujeres de toda la Isla, aunque la gran mayoría de la zona de Maó. Es algo que se hace en todas partes del mundo y aquí nos reunimos desde hace seis años para hacer diferentes actividades. A diferencia de lo que sucede en otros lugares, en Menorca nos conocemos entre nosotras, no es que nos veamos solamente una vez al mes, es una de las ventajas que tiene vivir en sitios pequeños. Tenemos un vínculo muy fuerte, algo que creo que es difícil de conseguir en otros lugares, como por ejemplo podría decir Barcelona.

¿Qué es lo que más le gusta de la vida aquí?

—Lo más bonito de Menorca es el trato con la gente, cercano, un lugar en el que todo el mundo se conoce, para mí especialmente dentro del círculo de mujeres y la práctica del tai-chi. Creo que Menorca propicia la buena armonía y calidez entre la gente, y creo que hay varias razones además de la naturaleza que nos rodea y el ritmo de vida más tranquilo.

¿Cómo se ganaba la vida cuando se instaló en la Isla?

—Los primeros años trabajábamos los mercados de verano, no pasábamos aquí los inviernos. Es por eso que no teníamos mucho contacto con el lugar, pero después de separarnos yo decidí instalarme de forma definitiva, aunque saliendo algunas veces fuera para trabajar. Básicamente, los primeros años lo que hacía era viajar y traer cosas para vender.

¿A qué lugares del mundo viajaba?

—Indonesia, Tailandia, India… Ahora el que se dedica a los mercadillos es comerciante básicamente, pero antes el mercadillo era un oficio de los viajeros. Quien amaba viajar hacia ese trabajo. Era un modo de vida. Yo no me sentía como comerciante, sino más como un viajero, vivía de viaje.

¿Es clave en su vida viajar?

—Lo más importante de viajar es que abre la mente, en el proceso de adaptarse a otra cultura, eso me interesa mucho. Me gustaría seguir haciéndolo, pero todo cambia cuando tienes hijos. Y ahora que él ya es mayor puedo hacerlo pero no me ha invitado la vida a seguir ese camino. Ahora tengo otro trabajo, me dedico básicamente a la terapia de cuencos tibetanos.

Una actividad que entiendo no sería muy conocida cuando llegó a la Isla.

—Cuando llegué ni yo la conocía (risas). Todo se remonta a hace unos doce años, cuando viajé a Nepal por primera vez, allí tuve contacto con los cuencos tibetanos. Me encontré con una persona en la calle y comenzamos a hablar. Me preguntó si sabía lo que era y cuando le dije que no, me introdujo en ese mundo. Lo probé tan solo unos minutos y eso me cambió la vida.

Explique con más detalle cómo le cambió la vida.

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—En aquel tiempo yo tenía unos pequeños bultos en el pecho. El médico me había dicho que no eran malignos, pero bueno, ya sabemos cómo son esas cosas, pueden cambiar en un momento, y me habían recomendado quitarlo. Aquello fue una señal de que tenía que cambiar algo de mi vida. Y así comencé a practicar con los cuencos cada día y después de seis meses los bultos habían desaparecido.

¿Aquello le abrió una nueva visión de la vida?

—Pensé que tenía que seguir investigando. Los cuencos tibetanos se han guardado siempre como un gran secreto, no se hablaba de ello públicamente. El origen viene de la época de Confucio en China, cuando se investigaba mucho sobre el mundo de los metales, y hacía tiempo que sabían que el sonido podía cambiar el estado mental y espiritual. Pero como decía antes se trataba de algo muy secreto que guardaban entre los monjes. Ahora una persona que quiera conseguir unos cuencos tibetanos lo tiene mucho más fácil.

¿Cómo explicaría los efectos terapéuticos de esta práctica?

—Lo primero hay que preguntarse cuál es el estado natural de la persona, que es estar sano. Lo podemos comparar por ejemplo con un río, un río natural, que fluye con una corriente limpia. La energía fluye y eso hace que se vaya limpiando la suciedad. Pero hay momentos en el que el río comienza a estancarse y empieza a salir la enfermedad. Y eso nos pasa a las personas con la comida, con el estilo de vida que no es natural, cuando no seguimos a nuestro biorritmo. Poco a poco el río va cambiando y comienza el bloqueo, y por resumirlo de alguna forma, eso conduce a la enfermedad.

Y ahí entran en juego los cuencos.

—Sí, y más que sanar lo que hacen es recordar qué es la vibración natural. Hay un punto en el que algo no vibra naturalmente, y los cuencos nos ayudan a recuperarlo. Así funciona esta terapia. A mí personalmente me impactó mucho al principio. Con los años me he hecho más sensible a los sonidos y a la energía. Una parte muy importante de los cuencos tibetanos es la calma mental. Ya sabemos que la mente es algo que ocupa casi todo en nuestra vida. El gran trabajo de los cuencos es que reducen la actividad mental, y eso es algo muy importante en nuestra vida.

¿Es Menorca un lugar apropiado para encontrar esa calma mental?

—Todo es muy relativo. Pero si lo miramos de una forma, por supuesto que Menorca es un lugar mucho mejor para eso si lo comparamos con otras ciudades como Palma o Barcelona. Aquí hay mucha menos contaminación de ondas. Eso afecta al estilo de vida. La naturaleza es importante y ayuda para la calma. Cuando estoy en una ciudad durante unos días me siento como con falta de respiración o conexión, porque toda la tierra está asfaltada, no respira, y yo siento de alguna manera como un ahogo. Pero al final, cuando pasan unas semanas te acostumbras. Para mí es importante vivir en Menorca y tener contacto con la naturaleza, es fundamental.

¿Qué es lo que más le gusta de ese estilo de vida?

—Pues cosas como ir a por leña para el invierno, actividades dentro de un ecosistema muy grande como ir a buscar alimentos en cada época del año, espárragos, setas, higos. Para mí eso es muy importante. Me encanta ir conduciendo en verano y parar el coche para coger moras, es algo que no se puede hacer en todos los sitios. Los alimentos están muy cerca, es un gozo fundamental. También me gusta de Menorca que todo está muy cerca y es fácil de acceder.

Vive en plena naturaleza pero nació como urbanita en una ciudad tan grande como Osaka… Un gran cambio.

—Cuando era joven yo no quería vivir en Japón, quería vivir en otro mundo, aquel lo encontraba muy pequeño, quería ver y conocer otras culturas. De no haber venido a Menorca hubiera acabado en otro lugar. Ya he dicho en alguna ocasión que a Menorca me trajo el viento…

Una forma muy poética de contar su historia.

—Para mí, literalmente me trajo el viento. Una de las cosas que más me sorprendió aquí fue la tramontana, con esa fuerza que tiene. Es por eso que Favàritx me gusta tanto, un paisaje muy chocante. Ahora no lo oigo tanto, pero antes sí que escuchaba mucho que la tramontana volvía loca a la gente en Menorca. Y eso me sonaba muy intrigante. Cuando hay viento muchos días seguidos a mí también me afecta, y no solo de forma negativa, el viento también limpia. La gente habla mucho del mar, pero el viento también es un elemento muy importante en Menorca.

Llegó con él viento, y lleva ya 22 años aquí, pero ¿qué planes tiene de cara el futuro?

—En dos ocasiones me he planteado seriamente mudarme a Mallorca (risas), pero por cuestiones de trabajo ya que hay muchas más oportunidades, aunque al final no lo hice. La Isla tiene como una especie de magnetismo. Mis planes de futuro dependen del viento (risas). Suelo regresar cada tres o cuatro años a Japón, y siempre lo hago con los ojos de una extranjera. Porque realmente siento que mi hogar está en Menorca.

¿Qué es lo que no le acaba de llenar de la vida aquí?

—Eso es algo que he hablado con varias personas que han vivido muchos años en Menorca y se han ido. Y me decían que Menorca es como una cuna de mamá, estás muy cómodo, pero no dejas de estar en una cuna, y es verdad. De alguna forma hay menos posibilidades de búsqueda y desarrollo, por eso para mí es muy importante moverme, ir y volver, aquí nutrir y afuera estimular.

Hábleme de su faceta artística en el mundo de la pintura.

—No es que yo decidiera dedicarme a la pintura, sino que simplemente nunca he dejado de pintar. Todos los niños pintan, pero en algún momento de su vida todo el mundo para. Es algo que siempre ha ido muy unido a mí. Recientemente hice una exposición dual con una fotógrafa en la biblioteca de Maó sobre pintura con sangre menstrual.

Explíqueme ese proyecto.

—Tiene que ver con un movimiento mundial en el que cada vez hay más mujeres que pintan con sangre. Las mujeres tenemos que aceptar y valorar cómo es nuestra naturaleza y cómo es nuestra fuerza. La sangre menstrual siempre ha sido como algo sucio, algo que según mi experiencia sienten así más las mujeres que los hombres. El motivo de hacer pintura con sangre menstrual es como conectar con mi fuerza, con la creatividad que proporciona, estamos hablando del origen de la vida.