El diácono camerunés de Ferreries Jean Marie Nguele | Josep Bagur Gomila

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Actualmente vive en...

Ferreries.

Llegó a Menorca...

— En marzo de 2013, viviendo en Madrid desde los 23 años.

Ocupación actual

— Diácono en la Parroquia de Ferreries.

Estudios

— Licenciado en Filosofía en la Universidad de Camerún, grado en Teología y está cursando el máster de formación para profesorado.

Su lugar favorito en la Isla es…

— Ermita de la Mare de Déu de Lourdes, en Fornells.

Está en el último paso antes de ser sacerdote y con una actitud de servicio, haciendo alusión a su posición de diácono. Se mueve por Ferreries, donde vive desde hace año y medio, con una sonrisa de oreja a oreja y pronunciando a su paso con un saludo el nombre de prácticamente todo el mundo. De pequeño, acompañando la venta de su abuela en el mercado del pueblo, Nguele Mendouga (al este de Camerún), ya tenía esta postura de animador. La transmite en la celebración de la eucaristía, que vive como una fiesta, leyendo el Evangelio en menorquín, con su acento africano, y lo mismo con las canciones litúrgicas. La alegría ha estado por encima de una infancia cargada de adversidades, con el abandono, a los tres años, de su madre, impotente ante la infección de meningitis y hepatitis que padecía. Lo dejó en frente de la oficina de su padre, gobernador de la región, de quien ella ya se había separado y que contrajo matrimonio sucesivamente con siete mujeres. Su abuelo fue el fundador del pueblo, que lleva su nombre, y que significa serpiente. «He sido la oveja negra de la familia», dice, ahora que conoce su significado en español; en parte, porque no quiso seguir la carrera empresarial ni diplomática trazada por su padre. Porque desde muy joven ha querido vivir a su manera, «equivocándome y aprendiendo de mis propios errores». Y en cierta manera, busca, dentro de lo posible, una forma más libre de ejercer su camino de fe y espiritualidad dentro del marco de la Iglesia. Tiene 31 años y dice que ahora solo espera la llamada del obispo para su ordenación.

¿Fue un niño especial?

—Hasta casi los cuatro años viví junto a mi madre y varias mujeres y niños. Yo tengo 15 hermanos. Es lo normal ahí acoger, cuando algún miembro de la familia tiene medios, a los que están más desamparados. Cuando mi madre me abandonó, me crié junto a mi abuela, a quien ayudaba en el bosque recogiendo víveres y fabricando casas de barro. Enfermo, estuve en una casa de misioneras polacas, donde mi abuela hacía de cocinera. Las enfermedades que padecía eran mortales. Nos encerraban en una sala especial y no podían visitarnos; había hepatitis, sida, tuberculosis... La meningitis aún no se conocía allí, y una de las enfermeras que venía de voluntaria decidió estudiarla, solo para este caso, para ayudarme. El médico había dicho que no había nada que hacer conmigo, que me moriría o quedaría paralítico.

¿Influyeron los misioneros en su fe?

—La función que tienen allí los misioneros es muy importante, porque cambian el nivel de vida de la población. Yo era uno de los niños que crecieron junto a ellos y les ayudábamos a integrarse en el pueblo. Después, a los siete años, mi padre me reconoció y me llevó a vivir junto a su mujer, en un círculo familiar en el que jamás me integré. Como una especie de castigo, mi padre me ingresó, con diez años, en el seminario, para ver si me enderezaban. Pero el seminario me gustó mucho como ambiente, y consiguió el efecto contrario. Me encontré allí con jóvenes que tenían más o menos la misma condición que yo, en un lugar donde podía jugar y me sentía querido. Allí me enseñaban a rezar, a leer y a escribir. La riqueza que me han dejado fue el estudio de las Sagradas Escrituras y de los idiomas.

¿Cuántos habla?

—En un país con más de 240 lenguas propias y con dos idiomas oficiales de origen colonial, francés e inglés. De pequeño, solo hablaba el idioma maká, el de mi madre, y badzoe, el de mi padre, pero ellos se comunicaban en francés. En el seminario aprendí a leer y escribir en francés e inglés. Aquí he aprendido el español y hablo un poco el menorquín, sobre todo, con la gente mayor, cuando no me entienden, y porque es una manera de conectar mejor.

¿Tenía claro que quería dedicarse al oficio secular?

—Tenía claro que quería hacer lo que hacían los misioneros, ayudar, y celebrar la eucaristía. Originariamente, en Camerún son animistas, y luego vinieron los protestantes y los católicos. Veía que en el pueblo, la gente cuando salía de misa, cambiaban la manera de vivir, que era muy terapéutico. El cura lo era todo para el pueblo. Él oficiaba en francés y alguien traducía. Yo ayudaba colocando las cosas y limpiando en la iglesia.

¿Y después?

—Con 18 años decidí dar otro paso. Tenía un tío obispo y él me dijo que podía entrar en el seminario mayor, en Bafia. Pero allí las cosas me parecieron demasiado rígidas, acostumbrado a una vida más libre, y tuve una crisis de fe. A los 19 salí del seminario; quería conocer otra forma de vida, y entré en la Universidad Católica para estudiar Filosofía. El párraco de la universidad fue quien me introdujo de nuevo en este ambiente, haciéndome responsable de catequesis y de los eventos religiosos, y hacía también de secretario en la facultad de Teología. El Vaticano convocó un congreso internacional y vinieron muchas personalidades destacadas de la Iglesia. Lo organizaba mi universidad, y como responsable de manifestaciones religiosas, empecé a entrar en contacto con sacerdotes y obispos de Europa.

¿Y fue clave para viajar a España?

—Entre estos contactos dentro del cuerpo eclesiástico, conocí a un fundador de comunidad religiosa español, Santiago Martín, sacerdote y escritor. Me encontró allí rezando, cuando tenía 23 años, y empezamos a dialogar. Le conté mi historia, y me dijo que la vida y la vocación son así, que no todo son rosas. A lo que añadió que «siempre vas a buscar tus propios caminos, pero el Señor te devolverá al camino que quiere para ti». Y me invitó a probar experiencia en España.

¿Se fue a Madrid?

—Sin hablar español, entré en la Parroquia María Virgen Madre, de Canillas, y después fui a un centro salesiano donde trabajé con jóvenes con adicción a las drogas y niños con problemas, en el barrio de Carabanchel y Aluche, y esto me gustaba más, me sentía útil. Pasé allí dos años y al mismo tiempo estudiaba. También hice de bibliotecario en la Universidad Eclesiástica de Madrid, fuera del oficio y con un sueldo. Pero yo quería ser sacerdote, y fue mi padrino, Santiago Martín, quien me aconsejó venir aquí. La anécdota fue que saqué mi billete pensando que iba a Mallorca...

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Y vino a Ciutadella.

—Ya había hecho los contactos e iba a estar en la casa del Obispado. Estando un día con el sacerdote Joan Bosco Faner, quien me enseñaba la Isla, desde Cala en Blanes, me dijo, «Mira, allí se ve Mallorca,» Y pensé, ¿pero dónde estoy? (se ríe). Pero ya no podía decir nada en aquel momento, porque el proceso ya estaba en marcha. Fui a estudiar Teología al Seminario de Valencia, donde estuve dos años y medio, y me mandaron a la Parroquia de Es Mercadal, y de aquí, por decisión del obispo, a Ferreries, donde vivo en la casa de la Vicaría. Estoy como animador de la fe entre los jóvenes y soy conciliador haciendo acompañamiento a personas enfermas y mayores, visitándolas o llevándoles la comunión. Es un trabajo muy gratificante.

¿Vuelve a menudo a su país?

—Una vez al año, viajo desde Casablanca a Camerún, con seis horas de vuelo. Allí ahora ya me siento extranjero, ya no tengo la misma sensibilidad. Europa es un mundo que lo ha racionalizado todo, y yo he perdido algunas creencias ancestrales, la mitología, la fábula y las supersticiones, y algunos de sus valores. Allí tienen un fuerte sentimiento de fraternidad, de discreción, de gratitud. Es curioso, no piensas durante el día qué vas a comer, o qué vas a vestir. Solo piensas en cómo vas a ser más feliz. Aquí, todo cuesta y nada es gratis, cuando allí la naturaleza te lo da todo. Íbamos andando a cincuenta kilómetros sin que esto fuera un problema, y aquí necesitamos un coche, tener un horario. Todo era espontáneo, y aunque vayas desnudo, nadie te va a juzgar. Un defecto que he cogido aquí es desconfiar un poco de las personas. Si cuentas algo, existe el riesgo de que lo transformen, y puedes tener una relación de confianza con la gente, pero hasta cierto punto.

¿Ha encontrado dificultades por ser africano?

—Serlo, por sí solo, ya es una sospecha, siempre parece que está la pregunta de qué pintas aquí, y parece que tienes que justificarte continuamente, aunque me siento querido por mucha gente. Y como nos trajeron el Evangelio, siempre está la sensación de que somos una tierra de misión y de que tenemos que aprenderlo todo. A mí me encanta la diversidad, que haya puntos de vista distintos, descubrir esta riqueza.

¿Qué cree que puede aportar en Ferreries?

—En el mundo materialista falta un poco de alegría. Predico otro camino; que con poco puedes vivir y ser feliz, y es un valor que me gustaría inculcar entre los jóvenes. Como el respeto a los demás y la compasión. Y que se puede vivir con menos miedos, sin perder la sonrisa y la esperanza.

¿Necesitamos más espiritualidad?

—La viviencia aquí es mas exterior que interior. Si montas una fiesta, vendrá todo el mundo, pero si dices vamos a rezar, va a ser más difícil.

¿Qué función tiene un diácono?

—Ayudo en la celebración y oficio la misa si no está el rector, Joan Febrer. Pero solo el sacerdote puede consagrar y confesar.

¿Le cuesta renunciar a ciertas vivencias?

—Cuando uno ama una cosa, puede renunciar a todo. Cuando Dios te quiere para una misión, te pone las condiciones. Desde pequeño ya me separé de mis padres. No busco la soledad, sino un amor más grande, más profundo y un compromiso más universal. Yo no me sentía pleno en otro modo de vivir.

¿Se ve en Sant Bartomeu de caixer capellà?

—Sí, ya he empezado a dar clase de montar a caballo este año, pero en todo caso sería para el próximo (y se ríe).