El obispo de Menorca, Francesc Conesa Ferrer, en su despacho de Cal Bisbe, desde se mantiene en contacto con los sacerdotes y las entidades de la diócesis | Josep Bagur Gomila

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El obispo de Menorca, Francesc Conesa, vive estos días de confinamiento en contacto constante con los presbíteros y las entidades de la diócesis. Cada mañana, a primera hora, oficia la Eucaristía en el oratorio de Cal Bisbe. Hoy nos explica sus experiencias en esta Semana Santa excepcional, marcada por el impacto de la pandemia del coronavirus.

¿Cómo afronta y cómo transcurren estos días?

—Con paz y al mismo tiempo con preocupación. Aprovecho para leer, escribir alguna cosa y rezar. Lo que más echo de menos es el trato con las personas, el poder dar un abrazo o charlar. Cuando comenzó la crisis estaba en plena visita pastoral, tratando con mucha gente y conociendo la realidad de nuestras parroquias. Ahora todo queda aplazado para más adelante. También vivo estos días con una gran preocupación por lo que está pasando pero, sobre todo, por el futuro.

¿Qué medidas ha adoptado?

—Desde el primer momento adoptamos las que recomendaron las autoridades sanitarias y nuestros gobernantes. Comenzamos con medidas de higiene como recomendar la comunión en la mano y suprimir el gesto de paz. Después, cuando se declaró el estado de alarma, se cancelaron las catequesis y reuniones, y se aconsejó a los fieles seguir las celebraciones en los medios de comunicación. Finalmente, se suprimieron las celebraciones públicas y se mantienen solo servicios esenciales como son la atención a los personas en agonía, el entierro de los difuntos y las actividades básicas de Cáritas.

¿Cómo mantiene contacto con los sacerdotes de la diócesis?

—Sobre todo mediante vía telefónica y whatsapp. Las nuevas tecnologías nos están ayudando a todos en estos tiempos de confinamiento a mantener contacto, aunque sea virtual. Regularmente hablo con los sacerdotes, diáconos, religiosos y también con los responsables de Cáritas y otras entidades de la diócesis.

¿Qué es lo más duro y difícil?

—Con las personas que están muriendo por esta enfermedad. Cuando escucho las noticias de los que han fallecido pienso que detrás de cada cifra hay una persona que ha fallecido en soledad, alguien que era único e irrepetible. Pienso también en sus familiares, que han tenido que despedirse de ellos en la distancia. Es duro también pensar en tantas personas que están sufriendo en los hospitales o en sus casas. Me acuerdo también de las familias que tienen que pasar el confinamiento en pequeños espacios y, sobre todo, de los niños.

Funerales aplazados, entierros restringidos... ¿se comprenden estas medidas?

—Seguramente eran necesarias, pero cuesta comprenderlas. En una época en que todo el mundo habla de ‘muerte digna’ estamos dejando morir a muchas personas en soledad, sin la cercanía de sus seres amados y sin consuelo espiritual. Los familiares, por su parte, han de vivir en la distancia el duelo y el entierro. Por desgracia, esta pandemia está destruyendo cosas muy importantes.

¿Qué opina de la priorización de los pacientes?

—Al empezar la crisis se difundió una guía ética, editada por una sociedad médica, en la que recomendaba hacer una selección de las personas en función de la edad y la esperanza de vida. La Generalitat de Catalunya no ingresa a pacientes mayores de 80 años, y países como Holanda o Bélgica optan por tratar a los ancianos fuera de los hospitales. Afirmo con fuerza que estos supuestos criterios éticos me parecen profundamente inmorales. Estoy de acuerdo en el manifiesto difundido por Adela Cortina, Javier Gomá y otros filósofos.

¿Cuál es su conclusión?

—No atender a una persona por ser mayor o por estar discapacitada me parece inaceptable. No se pueden establecer dos clases de personas: los jóvenes y sanos, que habría que atender y los ancianos, enfermos y discapacitados, que serían desechables. Todos los hombres tienen la misma dignidad y una sociedad es más humana cuando da prioridad precisamente a los más débiles.

¿Qué impresión le produjo el Papa Francisco solo en la plaza de San Pedro?

—Me causó un gran impacto ver a un Papa anciano y solo orando ante la cruz de San Marcelo. Se notaba que el Papa se sentía responsable de la humanidad entera, que clamaba ante el Señor pidiendo su ayuda. Me impresionaron sus palabras: nos hemos dejado absorber por lo material y no hemos escuchado las llamadas de Dios, no hemos actuado ante las injusticias del mundo y no hemos estado atentos al grito de los pobres y de nuestro planeta, gravemente enfermo.

¿Cómo ha preparado esta Semana Santa tan excepcional?

—Releyendo los relatos bíblicos de la pasión y muerte del Señor a la luz de la situación que estamos viviendo e intentando descubrir cómo Dios se hace solidario del sufrimiento y no abandona nunca al ser humano. Hemos distribuido entre los fieles, vía whastapp y mail un documento con las celebraciones y meditaciones para hacer en casa. La retransmisión de las celebraciones vía Youtube considero que constituye una buena ayuda.

Nos dijo que el confinamiento es una oportunidad para crecer y salir fortalecidos, ¿se está aprovechando?

—Me gustaría que así fuera, aunque esto depende de cada persona. La pandemia nos ha hecho más conscientes de nuestra vulnerabilidad y la fragilidad de nuestras vidas. Y también nos está demostrando que muchas cosas no eran esenciales. Hemos de aprender a descubrir lo que de verdad importa. Este tiempo de confinamiento nos puede ayudar a crecer interiormente, si somos capaces de reflexionar y meditar. Me temo, sin embargo, que muchas personas pasen las horas pendientes de la televisión, las redes sociales o las videoconsolas y no lleguen a realizar una reflexión seria sobre lo que nos está sucediendo.

¿Cómo valora la actividad de Caritas Diocesana?

—Nuestras Caritas están intentando mantener el tipo para no dejar de atender las necesidades básicas en medio de las limitaciones que supone esta situación extraordinaria. Creo que se está haciendo un buen trabajo. Mantenemos los centros de distribución de alimentos, y están abiertos los pisos sociales y nuestros centros de atención, aunque con servicios mínimos, para las necesidades más urgentes.

¿Reciben estos días más peticiones de ayuda?

—Sí. A medida pasan los días, se van incorporando como usuarios personas que habían comenzado a salir del agujero, que tenían un pequeño sueldo y un empleo precario y ahora se ven de nuevo abocados a pedir comida a nuestras Caritas. Estas dos últimas semanas ha aumentado un quince por ciento las familias que requieren el servicio de alimentos.

Todo apunta a una severa crisis económica, ¿cuál es su mensaje y reflexión?

—Nos preocupa lo que sucederá después de esta larga interrupción de la economía. Nos tememos que vendrá una crisis más dura que la anterior, con el agravante de que muchas familias que comenzaban a salir de la crisis, ahora se verán hundidas porque no tienen ahorros. Como sociedad debemos estar muy atentos para ayudar a las familias, a quienes quedan sin trabajo y escuchar la voz de los más vulnerables. Y como Iglesia tenemos que hacer una apuesta decidida por ellos, incrementando los recursos que dedicamos a la acción social.

¿Qué cambiará ahora?

—No me atrevo a decir lo que pasará pero sí a manifestar mi deseo de que nos tomemos en serio lo que nos está pasando. Vivíamos en una sociedad muy segura de sí misma, que confiaba todo en el poder de la ciencia y de la técnica y que de pronto descubre que un pequeño virus puede trastocarlo. Deberíamos revisar nuestro estilo de vida. Sería una pena que todo quedara en buenos sentimientos y aplausos y no llegáramos a tomar determinaciones serias respecto de nosotros mismos, de nuestra sociedad y del cuidado del planeta. Me llena de esperanza el ejemplo de tantas personas que no han dejado de realizar su trabajo, aún exponiendo sus propias vidas. Ellos son pioneros del mundo en el que a todos nos gustaría vivir.

¿La pandemia nos pone a prueba?

—Nunca nos hubiéramos imaginado que esto podría suceder. No estábamos preparados para esto, quizás porque nos habían convencido de que nuestra sociedad del bienestar tenía respuestas para todo. La experiencia de nuestra debilidad puede ayudarnos a descubrir el mundo del espíritu y hacer que muchas personas, que vivían adormiladas por el consumo material, descubran el amor y la cercanía de Dios.