El menorquín Sergi Moll, en una imagen tomada en la Universitat. | A.COSTA

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Sergi Moll (Ciutadella, 1994) acaba de defender su tesis doctoral, L’educació masculina en els col·legis religiosos de la posguerra (1939-1945), en la UIB, centrada en los centros educativos de Balears.

¿Qué motivó su tesis?
—En 2015, en mi último año de carrera, obtuve una beca estatal para una estancia en un grupo de investigación, en este caso en la UIB. El investigador principal, Bernat Sureda, me entregó unas memorias de prácticas de estudiantes de Magisterio durante la Posguerra, específicas de colegios religiosos. A partir de aquí, el objetivo de la tesis es mostrar la vida cotidiana de esos centros.

La idea sobre aquella época es la de un régimen que entregó la educación a la Iglesia católica.
—El contexto sociopolítico era totalmente favorable a la Iglesia católica como gestora de la educación. El régimen franquista sólo actuaba, desde el punto de vista educativo, allí donde la iniciativa privada no llegaba. Se dejó toda la iniciativa a los colegios religiosos. Sí, se puede decir que el régimen entregó la educación a la Iglesia católica, aunque la situación cambió a mediados de los años 50. En el período que he trabajado, los centros religiosos consolidaron su hegemonía y coparon la oferta educativa sin complejos, propiciando a su vez una mala fama de la enseñanza pública.

Supongo que, en esa época de penuria económica, al régimen ya le iba bien esa situación porque no había recursos para ponerse a construir escuelas.
—Sí, era una economía de posguerra, con las arcas públicas vacías. Entregar la educación a un sector aliado y ahorrarte así importantes inversiones en la construcción de centros era una combinación de factores que al régimen le interesaba.

Otra idea que ha quedado es la de centros tenebrosos, estrictos...
—Bueno, tal vez es una visión estereotipada y demasiado monolítica. Estos colegios fueron más allá de lo estrictamente educativo. En su barrio o en su pueblo se convirtieron en centros neurálgicos, pues, además de la enseñanza y el culto, allí se realizaban actividades de todo tipo: conservatorio, cine, biblioteca, revistas, organización de excursiones... Desarrollaban una vida social, no sólo la escolar.

Y no todos los centros debían ser iguales...
—Claro. Estaban regentados por diferentes órdenes y congregaciones: teatinos, hermanos de La Salle, salesianos, franciscanos, misioneros del Sagrado Corazón, agustinos, jesuitas... Cada uno de estos colectivos tenía su interpretación y visión pedagógica. Cada colectivo religioso tenía un líder o guía espiritual, un himno, un escudo, una liturgia, un entramado simbólico... Lo curioso es que tuvieron que dar entrada a otros líderes y símbolos, en este caso políticos, y combinarlos con los suyos. Me refiero a los retratos de Franco y José Antonio, a las banderas...

De lo que no cabe duda es que cada centro religioso marcaba a sus alumnos, los definía de alguna manera para el futuro.
—Sí, cada centro diferenciaba su producto, su oferta pedagógica, creando una identidad colectiva, como si fuera una familia, y un sentimiento de pertenencia. A partir de aquí se creaba un capital social, una red de contactos para el futuro. El hecho de haber estudiado en un mismo centro podía servir incluso para encontrar trabajo. Es por ello que fueron importantes las figuras de los antiguos alumnos, reflejando un sentimiento primitivo de tribu, el pensamiento de que todos los que hemos estudiado en el mismo centro miraremos los unos por los otros.

Un antiguo alumno que llevará a sus hijos al mismo colegio.
—Es que el antiguo alumno era el producto estrella de los colegios religiosos. Efectivamente, llevará allí a sus hijos. El antiguo alumno y su fidelidad al centro eran la demostración de que el modelo funcionaba. Y si ese antiguo alumno conseguía progresar académicamente, una prosperidad económica y una visibilidad social, se estaban consiguiendo todos los objetivos.

En plena Posguerra, ¿las familias podían pagar lo que el colegio religioso les reclamaba?
—Las familias sin recursos podían recurrir a pagos periódicos o no formales, no monetarios, como por ejemplo alimentos o donaciones materiales. En ese sentido, los colegios religiosos eran flexibles y cada congregación se adaptaba a la realidad, digámoslo así, de su clientela.

¿Había algún tipo de innovación o renovación pedagógica?
—Imperaba un modelo de tradición pedagógica, con la memorización y la repetición, y el fomento de la competitividad y la emulación en forma de concursos o certámenes internos para ver qué alumnos destacaban. Eran los famosos cuadros de honor, los rankings del sistema.

¿Se dejó algún resquicio al uso del catalán?
—Estamos en una época en que muchos niños de Balears apenas hablaban castellano, un idioma claramente minoritario en determinadas poblaciones. Evidentemente, el lenguaje escrito se realizaba en su totalidad en castellano, pero, ante la realidad lingüística del momento, se era flexible en el uso oral e informal del catalán. La represión de la lengua propia fue evidente, pero no podemos decir que en los colegios religiosos nunca se escuchaba el catalán.