La sala de plenos del Consell antes de que se estrenara (2002).

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La trinchera de partido en que muchos políticos están instalados les ha hecho abandonar toda independencia intelectual, borrar todo atisbo de pensamiento crítico e interpretar el mundo con la única y alarmante lógica del conmigo o contra mí. Instalados en el eterno cálculo de intención de voto, son incapaces de mirar de frente a la realidad, víctimas de vergonzantes disonancias cognitivas.

Hace mucho frío lejos del calor de las filas cerradas para los que se han entregado a los brazos maternales del partido, muchos de ellos mimados en su seno desde tan temprana edad que no han llegado a aprender a ganarse la vida de otra manera, otros tan imbuidos de la pertenencia a un partido que han perdido el interés por hacerlo. Allí sus incompetencias siempre reciben reconfortantes e incapacitantes caricias. La camaradería de partido jalea la agudeza para ver la paja en el ojo ajeno y pasar por alto la viga en el propio. Aplaude la hipocresía, la falacia, incluso el insulto, si conviene a la causa.

En esa lógica bélica en la que se ha instalado la política en estos tiempos, los compañeros de partido, los colegas de trinchera, se convierten en soldados que merecen cobertura de artillería caiga quien caiga en la ráfaga, al menos mientras sean considerados soldados útiles a la estrategia. Aunque ese fuego se cobre valores como la coherencia o el sentido de servicio público.

Es muy preocupante que los partidos muestren tan poco respeto por la realidad. Es la primera damnificada de la batalla de mensajes capciosos a la que han reducido la democracia, en realidad una partitocracia en la que el valor supremo es el servicio al propio partido. Las formaciones políticas se han convertido en entidades antidemocráticas en las que se hace y deshace a espaldas de la opinión pública, en las que sus miembros son obligados a formar sin romper las filas o a marcharse por la puerta de atrás. Ya no importan los hechos y sus aproximaciones, solo si son útiles para la causa, que no es otra que la conservación o conquista del poder.

Desde la tensa trinchera de esa guerra, triste como todas las guerras, cualquier sonido disonante suena a bombas cayendo, cualquier opinión discordante, a maniobra de derribo que hay que neutralizar rápidamente. El marketing político, esa herramienta convertida en un fin en sí mismo, la propaganda de esa guerra, no da ningún margen a sosegados análisis, mucho menos a impulsos de honestidad espontánea. Solo al calculado mensaje ajustado a los caracteres de las redes sociales, a las consignas cerriles de corto alcance, que empobrecen la calidad de nuestro sistema hasta el punto de ponerlo en peligro.

Es decepcionante comprobar como hay personas –a las que se les presume buena voluntad y cierto poso intelectual– cada vez más cómodas con las mentiras, blandiendo esas armas útiles de gatillo fácil para sacar las batallas del noble campo de los argumentos y llevarlas al fango de las pertenencias identitarias.

Por ese camino están condenadas al ruido y al fragor de la contienda. Y quizá su ruido gane en un mundo ruidoso y belicoso. Probablemente ya no les importe, tal vez ya no importe en verdad, pero su mensaje suena distorsionado para los que tratan de no vivir desde una trinchera.

jgilabert@menorca.info