Miguel Ángel de la Fuente es un reportero gráfico con más de tres décadas de experiencia en la televisión pública española, especializado en la cobertura de conflictos bélicos, catástrofes naturales y crisis humanitarias a nivel internacional. Nacido en Orense y formado como fotógrafo, ha documentado sucesos históricos en zonas como Oriente Medio, los Balcanes, África o Europa del Este, incluyendo la cobertura de la guerra en Ucrania, sobre la que hablará el próximo 13 de junio en Maó. Ese día, en el Claustre del Carme (20 h), se reunirá con los periodistas Óscar Mijallo y Laura de Chiclana en un acto público para compartir visiones profesionales y ofrecer una mirada profunda sobre el conflicto europeo.
A lo largo de su carrera, ha sido galardonado con premios como el Cirilo Rodríguez o el George Foster Peabody Award, entre otros, por su profesionalidad y su compromiso con la información internacional. Además, ha realizado reportajes sobre temas medioambientales y deportivos en distintos continentes.
En esta conversación, el prestigioso reportero repasa su trayectoria, reflexiona sobre los desafíos del periodismo en zonas de guerra y comparte su visión sobre el oficio en la actualidad.
¿Qué imagen recuerda con más fuerza de los primeros días en Ucrania, que le hizo comprender la gravedad real del conflicto y la cercanía?
—No era la primera vez que vivía una situación así. Presencié el asedio de Sarajevo en el año 92 y me ocurrió algo similar, era una ciudad europea y estuvo en guerra cerca de cuatro años. Documenté los primeros meses del conflicto, la parte más dura. Recuerdo que cuando salí de Sarajevo pegué un grito descomunal porque fue la primera vez que me sentía liberado de esa angustia que había tenido durante tres meses allí dentro. El miedo entra por todos lados, te llegas a encoger de angustia. Las primeras imágenes de aquello me pueden suponer las mismas que en Ucrania. La diferencia fue que era mucho más pequeño y se concentraba toda la guerra en una ciudad. Eran continuos los bombardeos, los tiros de mortero, las muertes. Había colas del agua, del pan, los mercados estaban ensangrentados. Con estas imágenes te das cuenta de lo que está pasando. Todo el continente se preguntaba: ¿cómo podía estar pasando aquello en la Europa del 92, tan evolucionada?
Pues imagínate en el año 2022, que se repitiera exactamente lo mismo en un país mucho más grande como es Ucrania. Una imagen que me marcó mucho fue la de un niño en la frontera de Medyka, Polonia. Un niño vestido con un abrigo a rayas cruzando solo con una chocolatina y con un lloro desesperado. Fue una imagen que vi en televisión cuando estaba ahí, la dio la CNN. Este niño representaba el exilio de todos los ucranianos que estaban saliendo del país. Cómo la soledad del niño por motivos ajenos a él representaban la soledad de Ucrania. Recuerdo que esa imagen la tuve un largo tiempo hasta el punto que mi sobrina, que pinta muy bien, me regaló un cuadro de la foto.
¿Cómo le afectó personalmente cubrir una guerra que estalló en Europa, tan cerca y con consecuencias tan directas? ¿Todas las guerras impactan de la misma manera?
—Yo siempre he dicho, después de cubrir tantas guerras, que hay algo que me marcaría muchísimo, y es ver o sufrir una guerra en mi propio país. No lo he visto, y espero no tener que sufrirlo.
Todas las guerras se parecen y son absolutamente iguales pero, evidentemente, cuando al que matan no es una persona que está a diez mil kilómetros sino a tu vecino, tu hijo, tu madre, eso se toma de otra manera. Cuando te está afectando personalmente entran en juicio otros valores.
He visto periodistas locales trabajando en Sarajevo, tenían la desesperación encima de la impotencia de no poder hacer nada. Por eso, tienes que evitar que te afecte personalmente. Tienes que estar liberado de cargas internas, estar 100% pendiente de tu trabajo, aunque no todo el mundo lo consigue.
Tengo amigos y compañeros que se han ido y han vuelto a los pocos días porque han visto la realidad de la guerra. Una cosa es lo que vemos en las películas, la parte idílica y emocional, pero en el momento en el que pasas a la realidad y te enfrentas a la gente real, eso verdaderamente no apetece. Apetece marcharte muy lejos y olvidarte. Pero alguien tiene que contarlo, y yo decidí que esto me gustaba, sobre todo porque servía de algo.

¿Cómo era su modus operandi?
—Para conseguir las mejores imágenes y las mejores entrevistas necesitas cierto grado de empatía, de confianza, y eso lo consigues metiéndote en su vida, de lleno en el conflicto. Me levantaba todos los días pensando: ¿cómo voy a solucionar el plan de cada día? ¿cómo prever las necesidades de información del medio? La seguridad con la que afrontas la jornada, es la seguridad que das a tus compañeros y a la gente que te sigue.
El único fin es hacer tu trabajo, quizá sea un poco egoísta pero no quieres sacar su historia con el fin de ganar un premio sino porque es tu día a día, tu trabajo. Llegar al sitio, estar con la gente, contar las historias, estar el mínimo tiempo posible y sacar el mayor rendimiento posible. Nosotros no pintamos nada, no somos del país, no estamos en guerra. Entonces, nuestra misión es solo contar la historia. No soy un turista, porque me convierto en un problema añadido para ellos. Mi misión es llegar, pasar de puntillas, conseguir la historia y salir cuanto antes para contarla.
Antes de entrar en zona de guerra, ¿cómo se preparaba? ¿Qué equipación llevaba siempre consigo?
—Yo llevo más de 35 años cubriendo conflictos y no es lo mismo ahora que cuando empezamos. La primera guerra que cubrimos fue la del Golfo, cuando tenía 28 años. Fue en medio de la revolución tecnológica, la primera que se emitió en directo, impensable hasta ese momento. Desde entonces, empiezo con las nuevas guerras, la tecnología punta. No teníamos muy claro lo que había que hacer, qué llevar... La primera vez nos pusimos una máscara antigás, luego tuvimos que llevar chalecos antibalas y cascos de origen militar. A mi me han apuntado decenas de veces con pistolas y fusiles en la cabeza, como amenaza, porque no te conocen.
A día de hoy, Reporteros sin Fronteras se encargan de ceder kits de supervivencia: hemostático, vendaje israelí, y sobre todo, el torniquete, fundamental para cualquier zona de conflicto.
Hay que ir preparado siempre. Hay gente que también lleva coches blindados aunque a veces es inconveniente, porque genera cierta desconfianza en el entorno. No existe una norma que te proteja de nada. La verdadera protección la tiene el sentido común, que muchas veces se adquiere con el paso de los años.
En los conflictos, rara vez se trabaja solo. ¿Ir en grupo garantiza mayor seguridad?
—Depende, si es para cruzar países siempre se organizan convoyes de periodistas para salir juntos. Así, es más fácil evitar los problemas. Pero cualquier cosa es susceptible de que te pase.
También hay un factor importante de ir en grupo que es el económico. Las guerras son caras, es difícil cubrirlas para los medios que tienen bajos presupuestos. Hay que entrar en el país por un país vecino, conseguir coches para cruzar la frontera, encontrar un traductor... Todo vale mucho dinero. Es muy difícil mantenerse, a no ser que pertenezcas a un medio muy grande. Al principio, la guerra es muy mediática y se sostiene, pero llega un momento en que se pierde el interés y la gente no se puede mantener ahí.
¿Cómo ha vivido la incorporación de las nuevas tecnologías como la inteligencia artificial?
—Te voy a hacer una comparación: al igual que los ejércitos tienen ahora un potencial militar exagerado con drones de precisión, capaces de ser muy quirúrgicos, no siempre se utiliza esta tecnología, hay que estar cuerpo a cuerpo.
En periodismo pasa lo mismo. Hay gente que puede hacer información de la guerra sin estar ahí, o yendo al sitio sin moverse del hotel. Tienes suficiente tecnología para escribir simplemente basándote en lo que sacas por Internet, con apoyo de la Inteligencia Artificial. Pero la realidad no es esa, es el cuerpo a cuerpo, tienes que salir a la calle, hablar con la gente. Si lo haces desde el hotel, se pierde la cercanía.
La gran ayuda vino con la tecnología a través del satélite, las redes sociales apoyadas por las Wi-Fi, el 4G y el 5G. Esa sí ha sido la gran revolución. Ahora podemos ver un soldado metido en una trinchera viendo una película, a la vez que le están cayendo bombas arriba. La realidad es que en zona de guerra está totalmente prohibido utilizar teléfonos por cuestión de detección, pero la posibilidad está. Es curioso y chocante.
¿Es posible la imparcialidad en su trabajo? ¿Cómo afecta esta cuestión a la cobertura de los conflictos bélicos?
—Es utópico, todo depende, por ejemplo, no hay más mentira que una encuesta. Según el público al que te dirijas, obtendrás una respuesta u otra. Yo he estado muchas veces empotrado (del inglés embedded), que significa meterte en un ejército y vivir como lo hacen ellos. Incluso en algún momento te quieren dar armas. Hay algunos periodistas que las han cogido, pero la mayoría no queremos, porque tu misión no es pegar tiros, tampoco estás preparado para ello. Cuando estás empotrado, solo tienes la visión de la parte del ejército al que te integras, y es lo que vas a contar. Por ello, la objetividad debe estar en la gran empresa, porque tiene varios enviados en distintos puntos del conflicto que pueden ofrecer diferentes perspectivas. Pero esto no pasa en todos los conflictos. A veces, solo contamos con una perspectiva, por ejemplo, en Rusia la entrada de periodistas está restringida mientras que en Ucrania está lleno de corresponsales cubriendo el conflicto. Cada país quiere contar sus propios beneficios, pero cuando hay cientos de periodistas es muy difícil que el país cuele un solo mensaje.
Ha cubierto conflictos como el Golfo, los Balcanes o Afganistán y también catástrofes naturales y humanas. ¿Cuál de todas esas guerras le marcó más?
—Todas. Yo soy de los que vivo intensamente lo que está pasando en ese sitio. Con una gran pena, recuerdo Haití, porque fueron más de 300.000 muertos en un día por el terremoto. Y no solo eso, duró mucho tiempo el levantamiento de cadáveres. Los estabas viendo cada día, había cráneos aplastados, no había nadie con maquinaria para ayudar. Recuerdo una monja que quedó atrapada de cintura para abajo, que murió ahí desangrada porque no podía salir, no había material ni personal para socorrerla. Imagina la cantidad de casas que quedaron destruidas, no quedaban calles. Y al año siguiente, llegó el cólera, que iba matando sin sentido a la gente. También recuerdo el huracán Mitch o el terremoto de Banda Aceh. El olor a muerte, a cadáver, es algo común entre todas las catástrofes y guerras. Cada vez que lo sientes, recuerdas que ya lo viviste antes, y eso te conecta con la debilidad del ser humano.
Después de tres décadas cubriendo guerras, ¿qué ha aprendido sobre la naturaleza humana?
—He aprendido a valorar las pequeñas cosas que tenemos día a día. En España se vive bien, no lo cambiaría por nada. Hay pequeños detalles que no se valoran suficiente: llegar a casa y encender la luz, tener la posibilidad de calentar algo, ducharse con agua caliente... Hay que disfrutar siempre con lo que uno tiene y saber que el que hay enfrente no es el enemigo sino que simplemente tiene otra opinión -si es que la tiene-. Se puede llegar a entender a la gente sin necesidad de matarse, pero esto es pura teoría.
¿Cómo le ha afectado todo lo que ha vivido a nivel psicológico?
—Cada vez que venía de un conflicto, era muy duro. Mi familia decía que la primera semana la pasaba un poco despegado de la tierra. Tenía que pasar un tiempo para que me adaptara en casa.
¿Y a nivel físico?
—Me he esforzado mucho físicamente. Normalmente, hacíamos una media de 200 o 300 kilómetros cada día. Cualquier fotógrafo o reportero sabe que el oficio desgasta mucho físicamente, pero es proporcional a la calidad que ofreces.
No hace ni un año que se jubiló, ¿es posible dejar de mirar con los ojos de cámara? ¿Cómo se presenta este tiempo libre?
—Son 42 años de oficio y 35 estando de viaje, de un lugar a otro. Durante los últimos 4 o 5 años, me he estado mentalizando de la llegada de la jubilación y he empezado a buscar otras actividades a las que dedicar tiempo. Pero cuando llego a los sitios, el defecto de haber estado así durante tantos años, hace que coja la cámara, aunque sea del móvil, y empiece a grabar.
Aunque ya no trabaje, sigo haciendo cosas. Hace diez días que acabo de llegar de Yibuti, donde hice un reportaje sobre ser pintor en una zona de guerra, a Augusto Ferrer Dalmau.
Para terminar, ¿qué consejo le daría a futuros reporteros de guerra?
—Que se formen y que se informen. Formación e información. Y no hablo solo de la información del conflicto, sino la que está fuera de la noticia: como llegar al país, cómo conseguir un traductor, dónde puedo obtener la acreditación... Conocer la información sobre la logística de cada zona de conflicto. Y en cuanto a formación, asistir a cursos que se organizan para obtener conocimiento de cómo funciona, por ejemplo, un torniquete.
Aunque me he jubilado, todavía sigo metido en muchos líos, dando clases en el Instituto de RTVE, charletas a alumnos... He hecho muchas cosas a lo largo de mi vida y todas ellas dan para contárselas a gente que se quiera dedicar a esto.
2 comentarios
Para comentar es necesario estar registrado en Menorca - Es diari
ViriatoTú como el tango de Carlos Gardel: "Cuesta abajo"
"....pero alguien tiene que contarlo" ¿Ah sí? ¿Por qué? A mí personalmente no me interesa para nada y me consta, por lo que capto por ahí desde hace mucho tiempo, que a una gran mayoría de la gente, tampoco. La gente ya tiene bastante con sus propios problemas y sus dificultades del día a día para salir adelante, como para estar pendientes y preocupados por lo que pasa en un lugar remoto con el que absolutamente nada nos vincula ni tenemos nada que ver.