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Hoy he tenido un sueño, como Luther King. Tras la sucesión de corderitos que antecede a mi somnolencia diaria, iba al súper y me encontraba a Juan Domínguez de cajero, cogía un taxi y, bajo la gorra, descubría su pelo engominado y su barba. «¿Dónde le llevo?». A casa. Pero allí el portero era él, y llamaba al fontanero para que me arreglara el calentador y aparecía el Juancho con el mono puesto y una sonrisa de las de antes de la crisis. Bajaba al bar, confuso, y el camarero que me servía la cervecita también tenía su cara. Y acudía al doctor y, enfundado en la bata con el auscultador puesto, el 'Domi' me preguntaba: «¿Dónde le duele?».

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He despertado de la pesadilla y ha empezado a dolerme el bolsillo. Por los 46.283 euros al año que se nos van en asesores para todo como éste y que al Govern le cuestan más de 750.000 euros. Y se me han aparecido unas tijeras en forma de recortes que impiden reformar colegios, contratar profesores, cubrir las vacaciones de médicos y enfermeras o limpiar con la frecuencia debida lavabos e institutos.

Domínguez, que es diplomado en Dirección de Empresas, no ha encontrado en la esfera privada la continuidad laboral que sí le garantiza la cosa pública. Que de todo sabe. Ya sea conseller, delegado de Turismo, portavoz del Govern o asesor. Que lo empezó siendo de Administraciones Públicas, luego de Educación, y ahora ha vuelto a Administraciones, como si nada hubiera tenido que ver en la caída de los consellers Gornés y Camps que le tuvieron a su cargo. Cualquiera diría que fue él, y no Tadeo, quien ganó el Congreso del PP en 2008. Hasta Antoni Camps, que le secundó en aquella abortada candidatura, ha sido desde entonces conseller y diputado. Es lo que tienen los inconfesables pactos de trastienda. Que a ellos les permite estar empleados y a salvo de la crisis. Y a nosotros nos hastía tanto que nos resignamos a ver cómo viven a nuestra costa. El canciller Von Bismarck tenía razón: «La indignación no es un sentimiento político».