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Ahora que el final del año está a la vuelta de la esquina -el anuncio de la Lotería de la Navidad ya se ha colado en nuestras casas- están proliferando los balances de lo que ha sido 2016 para nuestra Isla. De momento, en un análisis de urgencia, se podría decir que tenemos mucho más, pero también proliferan los menos. Dos extremos que rompen un equilibrio socioeconómico que ya viene lastrado de anteriores ejercicios.

Ha aumentado el número de turistas hasta llegar a cifras récord (un sector, el terciario, que se ha visto beneficiado por la inseguridad que presentan otros destinos competidores). Ello ha conllevado una masificación muy concentrada en los meses de verano. También ha provocado que el Aeropuerto rompiera la frontera de los tres millones de pasajeros y que el número de cruceristas sumara 8.000 más en el puerto de Maó. Por su parte, las emisiones de CO2 rompen el objetivo de Kyoto (el incremento de producción estará, supongo, relacionado con la llamada temporada alta) y para no ser pesado me paro con la mayor dependencia que tenemos de los touroperadores.

Vayamos a lo menos. No es una novedad, pero la estacionalidad turística acorta el calendario. La oferta complementaria reconoce que viene más gente, pero, en general, no aumenta su facturación.

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Y también perdemos residentes (2.123 extranjeros y unos 700 peninsulares), los jóvenes más cualificados no encuentran acomodo en nuestro mercado laboral, y terminamos siendo la isla más envejecida de Balears (un más, pero preocupante).

Así están las cosas, en un desequilibrio que afecta a un modelo que busca un desarrollo que no se acaba de definir y no encuentra la ansiada sostenibilidad que sustenta la Reserva de la Biosfera.

Ahora el Consell espera un tirón de orejas en el examen que se ha de pasar ante la Unesco. ¿Pero qué oreja, o orejas, hay que pellizcar?