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La decepción es un sentimiento traicionero. Llega de golpe como un trueno o lentamente como un susurro, pero siempre provoca una sensación de amargura para quien la padece. Es como despertar de un sueño, en el que te crees que estás en un oasis y, de repente, te ves en un abrasador desierto. Todo era una ilusión convertida ahora en desilusión.

Nadie está preparado para la decepción. Podemos ser escépticos o fríos como un témpano de hielo, pero cuando anida el desengaño deja a su paso regueros de resentimiento y dolor. Cuando llega la decepción... el que la recibe sufre y el que la transmite se queda como el rey desnudo. Tras el disfraz, aunque sea producto del autoengaño, ya no quedamás que la realidad.

Si miramos a nuestro alrededor, y nos centramos en el conjunto de la sociedad y no en la particularidad (difícil de desgajar), estamos en tiempos de desengaños que crujen las costuras del tejido que cubre el colchón donde reposamos nuestra confianza.

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En la tribuna política, allí donde queramos o no se gesta una buena parte de nuestra existencia presente o futura (por muy libres que nos creamos... ¿quién decide qué pensión voy a cobrar?), hay descontento en doble sentido. En horizontal y vertical.

Decepción entre los partidos elegidos, fiasco en los intestinos de las propias formaciones – aunque donde se gobierna se disimula mejor -, frustración en los que aspiran a diferenciarse, desencanto entre los de abajo que miran a las alturas y el chasco de las élites que creen que el pueblo se ha equivocado.

¿Tiene cura la decepción? René Descartes decía que «es prudente no fiarse por entero de quienes nos han engañado una vez».

Cuando llega la decepción... para el que la genera solo hay dos opciones: optar por la verdad o seguir mirándose al espejo de la mentira. Creo que no hay más.