Hay abrazos de compromiso, hay abrazos cariñosos, y también hay algunos abrazos donde pones toda tu alma. Cuando esos abrazos intensos son correspondidos, cuando la otra persona pone también toda su alma en ese contacto, en esa presión de dos cuerpos unidos por un sentimiento, ese abrazo supera la realidad de ese momento y te lleva a otra parte.
El abrazo desnudo no es solo sexo. Tampoco tiene que ver con la edad o el lugar; pero sí que es imprescindible la conexión íntima con alguien a quien amar.
El abrazo desnudo es entrega máxima, piel sobre piel, el tacto llevado a una multiplicación sensorial, a una percepción del otro y de ti mismo, o de ti misma, única. Porque hay abrazos totales, cuando cierras los ojos y pides a la piel que exprese lo que no puedes expresar con palabras.
Hay veces que, delante de una obra de arte te puede entrar un escalofrío; como me pasó delante de este «Abrazo» de Marc Sijan (Belgrado, 1946), uno de los más grandes escultores llamados hiperrealistas.
La escultura de figuras que parecen vivas ya se dio en el Barroco del siglo XVI y en el Realismo del XIX. Luego decayó esta representación fiel a los detalles de los cuerpos y los objetos. A lo largo de la Historia del Arte siempre ha existido un vaivén, una alternancia entre épocas realistas y otras idealistas. Durante la primera mitad del siglo XX dominaron las vanguardias experimentales, expresionistas, llegando a distintas abstracciones. No fue hasta la llegada del Arte Pop, en los años 60, cuando volvió a interesar lo cotidiano, la realidad más próxima de la sociedad de consumo. En este contexto Pop surgió el Hiperrealismo, básicamente en los EEUU, donde pintores copiaban fotografías con la máxima fidelidad.
Normalmente, en el arte hiperrealista no pasa nada, no hay narrativa ni simbología, solo la contemplación de una realidad urbana retratada con frialdad, exactitud, talento y paciencia. El hiperrealismo era una reacción frente al exceso de ego del Expresionismo Abstracto y de la esencialidad gélida del Minimalismo.
Y también surgieron, cómo no, los escultores hiperrealistas. Los más destacados, como Duane Hanson (EEUU, 1925-1996), esculpían a tamaño real antihéroes, gente vulgar de la que te puedes encontrar en el súper o en el metro. Estatuas que podían pasar por maniquís, provocando la sorpresa por su presencia entre humanos. Algunos, como Ron Mueck (Australia, 1958), optaron por el impacto de crear esculturas a tamaño gigante. Esa monumentalidad asusta, sintiéndonos como Gulliver en tierra de gigantes, sintiéndonos empequeñecidos y vulnerables. Otros artistas trabajan a una escala ligeramente inferior al natural para evitar el efecto Gulliver o el de maniquís; así las contemplamos como lo que son: obras de arte expresando emociones con el cuerpo humano y despertando nuestra curiosidad y nuestras emociones más íntimas. El trabajo con siliconas, resina de poliéster y pelo de verdad las convierte en figuras muy reales, pero la escala nos recuerda que son creaciones y nosotros sus espectadores.
El hiperrealismo peca a menudo de exhibición de virtuosismo. Muchas de sus obras son técnicamente tan asombrosas como vacías. Expresan muy poco, no buscan ni el simbolismo ni la estética, solo mostrar un trabajo técnico espectacular. Desconcierta ver la cantidad de horas y de esfuerzo por convertir en pintura algo que ya tienes en foto. Hay mucho talento y tiempo invertidos en esa pequeña diferencia visual entre la foto del modelo y la pintura. Aunque no todos son así. Dice Ron Mueck que «aunque dedico mucho tiempo a la superficie, es la vida interior lo que quiero capturar». Palabras que suscribe Marc Sijan, mientras invierte meses de trabajo reproduciendo cada poro, cada arruga, dando hasta 16 capas de pintura al óleo para conseguir la sensación de piel, de persona viva con algo que expresar de su interior.
«El abrazo» de Marc Sijan recoge un momento íntimo entre dos personas al que su escultura nos permite no solo asistir como voyeurs a su abrazo sino compartirlo con ellos. Nos acercamos con respeto y con pudor. La escultura nos permite, además, poder descubrir ese momento congelado desde distintos puntos de vista: apreciar el gesto de él, tan intenso, y el de ella, hacia adentro, con los ojos cerrados, los surcos y las arrugas, los músculos tensos bajo la piel. Esa piel que no oculta su edad. La edad de la pareja es un factor muy significativo: los modelos tradicionales acostumbran a ser jóvenes y lozanos. Ellos tienen una edad, una historia, una individualidad; no son seres anónimos, figurantes, sino que adivinamos una larga relación en el tiempo que los ha llevado hasta este abrazo. Ellos nos están contando una larga historia de amor, de complicidad y de ternura. Y el artista, Marc Sijan, nos la ofrece aislada en el tiempo y el espacio, sin más detalles: ellos están rodeados de vacío, aislados, expuestos. Esa nada que les rodea es como el sentimiento existencialista, el «estar ahí» hegueliano, donde solo nos salva de la amargura y de la soledad existencial el poder abrazarnos a otra persona. Aunque también podemos pensar que se trata de un abrazo de despedida entre ellos. Están abrazados el uno al otro como se agarra un náufrago a su tabla de salvación. Náufragos desnudos, solos, quizás esperanzados tras algún drama, refugiándose en su compañero, en su compañera, juntos, necesitados de ese contacto intenso, de ese abrazo vital para sobrevivir.