Había una vez una mujer, una mujer como tantas otras. Una mujer a la que ya le brillaba la plata en el cabello. Vivía con sus dos gatas y disfrutaba del silencio, de la chimenea en invierno y de los atardeceres otoñales teñidos de rosas y naranjas. A pesar de las múltiples cicatrices que la vida le había dejado, cada día se pintaba los labios y calzaba sus zapatos de tacón. No siempre era fácil, demasiadas veces no lo era.
Un día, por casualidad, comenzó un taller de cerámica animada por sus amigos y descubrió que podía canalizar en el barro seres de la naturaleza que le revelaban un mundo de luz y magia. Se dio cuenta de que esos espíritus querían salir a través de sus manos porque, en un tiempo pasado, ella también fue el espíritu protector y maestra de ellos. Sus sueños le revelaban estas verdades y, en ese momento, los colores empezaron otra vez a teñir su vida.
Combinaba este nuevo mundo con sus clases en un instituto. Le encantaba su trabajo; estar siempre entre gente joven la obligaba a reinventarse cada día y realmente se nutría de esa energía, la mejor crema de belleza que existe: la juventud.
Encerrada en este mundo, rodeada de mar en una isla que parecía estar detenida en el tiempo porque siempre se hablaba de lo mismo – el turismo, la conectividad aérea y la carretera general – pasaba los días, los meses... pero un día llegó un mensaje al móvil: "La Isla del Rey te está esperando". Era una oportunidad de salir y relacionarse. ¿Por qué no?
Empezó a ir los domingos. Pronto descubrió un microcosmos formado por gente maravillosa, gente de múltiples nacionalidades, altruista y que tenían en común la magia de la sonrisa. Como los enanitos de Blancanieves, todos hacían su trabajo con el objetivo de recuperar ese edificio encantado que, como en los cuentos, estaba rodeado de monstruos y zarzas. ¡Era contagiosa tanta actividad!
Allí aprendió entre otras cosas lo que era el "blanco mataó" y, limpiando, lijando y pintando cachivaches, artilugios, camillas y armarios, fortaleció su musculatura practicando a veces posiciones imposibles entre las risas de sus compañeros. Mientras tanto, siempre estaba Manuel preparando el cafelito, siempre puntual, que inundaba de aroma a hogar los pequeños talleres donde trabajaban. Rosa, Manolo, Angeles, Pepe, Diego, Mercé, M. Victoria, M. Eve y tantos otros calentaban sus manos rodeando sus tazas, reían con cosas sencillas y volvían al trabajo.
Sin darse cuenta, esas personas se metieron en su corazón y ese carrete con hilo de oro que es la vida a veces lo quería estirar un poquito para que fuera domingo otra vez. Se dio cuenta de que esos duendes que brotaban de sus manos, que nacían retorcidos como las raíces de los árboles viejos, cada vez iban suavizando sus expresiones y afloraba un inicio de primavera en su vida.
Esa mujer soy yo. Como decía Serrat en su canción: "De vez en cuando la vida te besa en la boca..." A mí me ha besado y me ha conquistado. Gracias por ese beso, Isla del Rey.
Amparo López Parras
Voluntaria