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Estaba barriendo el garaje de mi casa cuando de repente mi actividad se vio interrumpida por un ensordecedor golpe que provenía de la calle.

Rápidamente fui hacia la puerta para ver qué había ocurrido y cuál fue mi sorpresa al ver un joven desesperado mirando el deformado morro de su vehículo y dos bolardos arrancados de la acera y tirados en medio de la calle.

¡Qué faena! El líquido refrigerante salía a borbotones del motor encharcando el asfalto y dejando un rastro tras los arrollados bolardos.

¿Qué había ocurrido? Posiblemente un exceso de velocidad al tomar la curva de la calle Ramón y Cajal hacia Virgen de Gracia. Quizás el olvido de que todo conductor tiene la obligación de respetar las señales de tráfico, mantener su libertad de movimientos, el campo de visión necesario y una atención permanente a la conducción, cosa que procuran hacer muy bien el día en se examinan para obtener el permiso de conducir.

También recalco la necesidad de adaptar la velocidad a las condiciones de la vía. La calle de Gracia en este tramo tiene las aceras muy estrechas y los vecinos estamos atemorizados por estos conductores que lo confunden con el circuito de Montmeló. Por lo cual creo que una señal vial pintada en el suelo, que gracias a la insistencia de la Asociación de Vecinos el Ayuntamiento pintó con números grandes y visibles, y que limita la velocidad a 20 kilómetros por hora, se muestra insuficiente, ya que no hay peor ciego que el que no quiere ver.

Agradezco que hayan sido dos fríos e inertes bolardos los arrollados por el vehículo y que el herido fuera el coche y no mi vida o la de mi hijo de cuatro años, pues apenas unos minutos antes habíamos pasado por allí mismo para entrar en casa, y también que el hecho ocurriera un domingo al atardecer, puesto que la panadería-pastelería situada allí mismo estaba cerrada.