Generaciones. Así crecen y aprenden los pequeños, como dar continuidad a futuros entierros de Viernes Santo. (Mahón 2003- Judith San Miguel Vadells, en brazos de su madre). Foto Vídeo J. Carreras (Archivo M. Caules)

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Apenas el día clareaba, cuando los chiquillos ya se encontraban a punto para la marcha. Pero antes, mucho antes, se desayunaba del consabido café con leche d'ordi y una empanada. Deliciosas empanadas que las madres amasaban la noche del jueves santo, dejándolas tovar hasta la mañana del viernes, en que preparaban ses formatjades i es crespells, llevándolas a cocer al horno más cercano. En mi caso como ya dije infinidad de veces, Marina Pascuchi y mestre Quicus Morro siempre fueron los encargados de cocer los peroles y las latas de pastas, bien fuesen dulces o saladas.

La panadería permanecía abierta hasta la una. Una vez cocidas y llevadas al domicilio, se guardaban en latas especiales para ello, y allí quedaban hasta el sábado, es bien sabido, niños y mayores respetaban la abstinencia.

A las diez en punto de la mañana, las campanas de los templos repiqueteaban a gloria. Lo que no he olvidado es con qué entusiasmo se llenaban calles y plazas cantando.... Rata pinyada, surt des niu, que el bon Jesuset ja és viu...

Dos tapas de cazuelas hacían las veces de platillos llevando el ritmo, ritmo que iba conjuntado con infinidad de niños que se unían al canto y al repiqueteo. Al paso de las diferentes calles, se iban uniendo al grupo, hasta ser tal la multitud que era algo asombroso. Los mayores salían a los portales de sus casas, para observar el paso de la improvisada comitiva, mientras escuchaban el ruido producido por las tapaderas de las cazuelas. La noche anterior, algunas de aquellas mismas calles fue mudo testigo del paso del santo entierro, lo que hacía que se encontrara alfombrado de papeles de caramelos con que habían sido obsequiados los concurrentes.

Aquellos papeles de diferentes colores, en celofán o plata, eran guardados minuciosamente dentro de los bolsillos, cuidando no se fueran a arrugar y mucho menos a romper, se iban amontonando, dejándolos para días posteriores que servirían para jugar, como si de cromos se tratara. No todo eran papeles usados, los había que mantenían envueltos ricos caramelos, de los que los niños les daban buena cuenta.

Si bien los caramelos con que nos obsequiaban eran riquísimos, mucho más sabrosos, sabían los que confeccionaban Mateo Martínez y su esposa. De elaboración casera, de color rojo, riquísimos como jamás los volví a probar. Los había de diferentes medidas, el más pequeño de veinte centímetros y así poco a poco crecían de longitud. Y si a esto se le añadía la punta lograda pacientemente, tras ir chupando y rodando, el caramelo de forma cilíndrica podía convertirse en un auténtico puntero, llegándose a producir auténticas pugnas por lograr el máximo. En ocasiones, el gozo acababa en un pozo y tras horas de esmerado trabajo logrando la punta parecida a un enorme alfiler, se caía en el suelo y lo que hasta aquel momento había sido una esterilizada punta, tal cual las que hacían las maquinillas en los lapiceros, se quedaba en un destrozo total, un munt de miques.

Llegaba el lunes de pascua y, como de costumbre, las familias se reunían para ir a merendar por el campo. Unos se dirigían camino del cementerio conduciéndoles al talayot de Trepucó, otros a la fuente de San Juan en los vergeles, otros se decantaban por la fuente de San Simón, también los había que se quedaban junto al riachuelo de la Colàrsega. Era divertido observar sus cestas de palmas llenas de ilusiones para pasar una tarde inolvidable, un panecillo con lo que fuese, y la empanada y el crespell, una botella de vino y para los chavales agua, que far rallar clar. Algunos, pero los menos, asaban sobrasada, aquel penetrante y aromático olor les delataba. Una de las cosas que no podía faltar era la cuerda con la que las niñas saltarían una tras otra, mientras las mayores rodaban sin parar.

Por el contrario, la gente ben estante dedicaba el lunes de gloria a pasarlo en el campo, muchos de los llamados propietarios una de las primeras cosas que hacía una vez fet quatre duros, era comprarse un terrenito a las afueras de Mahón y levantarse la caseta donde ir a pasar la estada vacacional. Así fue cómo los caminos circundantes estaban poblados de bellas casas de recreo. Construcciones que poco a poco fueron amontonándose como escombros, una vez haberse llevado a cabo la nueva urbanización de la ciudad.

Mientras iba escribiendo estas cosas, que a todos nos agrada recordar, es cap m'ha fuit cap una altra banda. El pensamiento, que siempre es libre y a veces vuela más rápido de lo que una desearía, se ha parado en una noche de viernes santo en que la procesión, no pudo salir por mor de un fuerte temporal, fue de tal magnitud que el patrón en Toni es gallego, que vivía en mi misma calle de Santa Catalina, el marinero Antonio bonxa de la calle de la Plana y Gori, bajaron al muelle para observar las amarras de la falúa de La Mola. Al regresar, se topó con la grata sorpresa que se encontraban en casa, sus sobrinos Margarita, Juan y Jaime Ametller Caules, que vivían en Binissafúller. Precisamente Juan fue el padre del actual alcalde de Mercadal Juan Francisco Ametller Pons, que con su padre fui prima carnal a la vez que filla de cosina, una verdadera casualidad. Aprovechando para felicitarle a él y familia por su nuevo nombramiento, estando convencida de que actuara con firmeza y rectitud.

Mis primos, que siempre fueron muy queridos, por su bondad, manera de ser, dulce y obedientes, les agradaba que su tío les explicara aventuras y sucesos, así fue como nos relató, de otra semana santa, de cuando él era pequeño.

Uno de los vecinos de su casa trabajaba de criado en casa de la familia Albertí, propietarios del Sepulcro de Santa Maria. Aquel hombre solía explicar a los niños historias sobre el mismo, pero a mi padre lo que más le gustaba, era acompañarlo cada año cuando llegaba el miércoles santo. Los señores Albertí mandaban a sus criadas y en aquel caso criado a la parroquia para que llevaran acabo la limpieza del paso. Así se hacía, tanto la capilla, como la urna y la imagen se limpiaba a fondo, dejándolo preparado para el día de la procesión. Gori y uno de los sobrinos de la familia solían hacer recados, ara falta açò... ara falta allò...

Aquel niño se volvió mayor y la casualidad le llevó a hablar sobre el tema que me ocupa, con el señor Villalonga, que casualmente en aquellos momentos se encontraba de vicario, entregándole un folio escrito a máquina, con datos y curiosidades y que aprovecho para copiar.

Dice así:
Llevan a hombros cuatro hombres o portadores, que van siendo relevados por otros cuatro. En realidad estos ocho hombres son los amos o propietarios del paso, por el cual pagaron una onza de oro por vara. De no poder asistir alguno de ellos, delegaba a un familiar o a quien creía oportuno.

Media hora antes de salir la procesión, se acostumbraba a encender los braserillos quemando incienso, perfume que abastecía algún farmacéutico de la ciudad. En aquel caso Mauricio Hernández. Otros muchos datos y curiosidades dejo para otra ocasión, trasladándome al relato que del mismo hizo mi admirado Pedro Riudavets.

Obrería del santo Sepulcro: El hermoso sepulcro, que la obrería de la parroquia de Santa María, ostenta en la procesión del santo entierro, es obra de donativos de personas piadosas. Carecía nuestra iglesia matriz de un sepulcro decente y a don Francisco Pauli, persona muy aficionada a las cosas de la iglesia, se debe la iniciativa de aquella obra que llevó a término en su casa auxiliado con donativos y limosnas de amigos en 1819.

Prestólo a la comunidad. De presbíteros para celebrar el santo entierro, pero su rector don Francisco Sintes no quiso que saliera del templo para volver a una casa particular, suponiendo que por haber contenido la efigie de Jesucristo debía quedar depositado en la parroquia. Se instruyó sobre el particular y en 1821 decretó la autoridad que se dejara depositado en el templo para los años sucesivos, incautándose la obrería del templo del citado sepulcro.