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De un tiempo a esta parte me recibe a mi llegada a Ciutadella. Es una majestuosa bandada de pájaros, estorninos, quizá (la ornitología no es lo mío). Se recorta en el cielo en vuelo ondulante, preciso, precioso. Un baile enmarcado en una luz anaranjada, jirones de nubes o un tapiz grisáceo, según los avatares meteorológicos. Ajenos al acontecer cotidiano, a la sucesión de días que vivimos casi sin sentir, en soberbia formación, decenas de pájaros juguetean en el cielo de Poniente. Algunos deciden volar libres, escapan semejando unos puntos suspensivos que quisieran desparramar la belleza gregaria que despliegan sus hermanos alados. Seguramente no se sorprenderán al ver posadas con altanería en las farolas que flanquean la ronda a las gaviotas, al contemplar el brillo del sol acariciando el mar o las vacas que pacen sobre la hierba verde o al ser rozados por la brisa salada, todo forma parte de su paisaje. Mientras, se desarrollan un sinfín de quehaceres, vamos y venimos, rápido, rápido, inconscientes de la naturaleza mágica que nos rodea, el elemento, a menudo ignorado, de nuestro día a día.