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Begoña Urroz, un bebé de 22 meses, inauguró en 1960 la lista de víctimas de ETA. Tras ella, la banda terrorista se cobró la vida de casi 900 personas, la última de ellas, Jean Serge, en 2009, causando heridas y dolor a miles, entre ellas, tres menorquines a quienes el 14 de octubre de 1986 les sorprendió la explosión de un coche-bomba frente al cuartel de Belchite en Barcelona. 51 años de lágrimas y desesperanza son muchos años, tantos que el anuncio de ETA del cese definitivo de su actividad armada ha de acogerse con satisfacción pero también con serenidad. A una banda que, además de matar, herir, secuestrar y extorsionar, ha sido capaz de amedrentar durante décadas a los vascos (y no vascos) que no pensaban y sentían como ellos, le va a costar transitar por el camino de paz que anhelan, sobre todo, sus víctimas y en el que la petición de amnistía total es un grave escollo. Asumir que aquí no ha habido un conflicto armado, que no han existido dos bandos –sino una banda criminal–, que hay quien lleva años esperando justicia, que la Constitución y el modelo de estado que emanó de la Transición siguen vigentes no resultará fácil para ETA y su entorno y negociar obviando todos estos condicionantes no sería justo ni efectivo.