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Desde hace años, los regalos que recibo por Navidad están estrictamente limitados a libros. El de mi nieta fue uno de Muñoz Molina, «Carlota Fainberg», novela corta que «es tal vez la modalidad narrativa en que mejor resplandece la maestría», anota el mismo autor en su prólogo. Y, en su caso, resplandece otra vez su destreza, la portentosa facilidad imaginativa con que enhebra una fascinante historia entre la realidad y la ficción. Una novela redonda e intensa, de un novelista de brillante y muy amplio talento, probablemente el más completo hoy en el panorama hispánico.

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El regalo de mi hija fue un libro de Paul Auster, «El libro de las ilusiones», una novela redonda pero, para mí, un pelín excesivamente rellena, un continuado tsumani de deslumbrantes y obsesivas historias cruzadas, el despliegue abrumador de su colosal talento para la realidad y la ficción, diría que un libro escrito compulsivamente... Al que el autor cierra con «vivo con esa esperanza», o sea, la de hurgar en la misma obsesión...

El de mi hijo fue «El héroe discreto», la última novela de Vargas Llosa, novela redonda pero frugal (¿un aseado culebrón?), cuya realidad no despega nunca hacia la gran literatura, no hay, pues, transustanciación, la realidad otra nunca emerge. La trama es reiterativa y el lenguaje plano, y hasta se llega a leer «que las veleidades de «Lucrecia obedecían a un estado ontológico». ¡Vatuadell!