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Nada tan fácil como dar un consejo. Nada tan difícil como aplicártelo a ti mismo. El psicólogo te habló, un día, de la importancia de saber decir que no. ¡Bien! Lo malo fue cuando, tras cobrarte setenta euros, lo viste almorzando con su suegra —a la que odia- en un conocido restaurante, siguiendo así con una ancestral tradición: «ponga una suegra, cada domingo, en su mesa.» A la postre —pensaste- eso de «negarse a algo no se le da del todo bien al desgraciado». Estuviste tentado de exigirle —ante su suegra, of course!- que te devolviera los setenta euros de marras, pero finalmente te compadeciste de él, viéndolo ahí, sumiso, esclavizado... Que esa es otra: lo de la pretendida libertad o lo de la inconsciente esclavitud. Crees —de hecho estás seguro- que no hay peor esclavo que aquel que no es consciente de su yugo, ni más terrorífica cadena que aquella que no se ve. Tú eres un esclavo. Lo sabes. Y usted también... ¿Acaso no me cree? ¡Compruébelo! He aquí una especie de test. ¿Periodo de aplicación? Un solo día...

A.- ¡Quítele las pilas al mando a distancia! Intente sobrevivir sin él. Le aseguro que conocerá, en carne viva, lo que significa la ansiedad... Utilizar como sucedáneo a su parienta/pariente («¡Manoli! ¡Baja el volumen!») es ilícito...
B.- No abra su correo electrónico. Si muerde, al cabo de algunas pocas horas, al desgraciado que pueda tener a su lado, no se alarme. Es una reacción natural.
C.- No utilice su móvil... ¡No! ¡No, no alardee! ¡Hágalo!
D.- No entre en Google.
E.- No borre su «Historial». Advertencia: esta omisión puede ocasionarle el divorcio si su pareja controla sus «visitas».
F.- No recurra a su tarjeta Visa y renuncie a cualquier tipo de prestación bancaria...
G.- No whatssappee ni deje que otros lo hagan... ¡Aquí la ha espichao usted!
H.- Meta en un cajón su tablet.
I.- No rebusque en su contestador.
J.- No acceda a su televisor, ni a YouTube, ni a ningún otro tipo de contenido visual...

¿Podrá? ¿Puede? ¿Pudo? Si la respuesta —su respuesta- es afirmativa, habrá que felicitarle. ¡Es usted un auténtico héroe! Si, por el contrario, no pudo, no puede ni podrá... ¡Bienvenido al club! No obstante, ¡consuélese! Ser consciente de un sometimiento es, ya de por sí, positivo. Reconozca que la cosa resulta aterradora. Y todavía más si se analizan los mecanismos por los que se rige esa esclavitud, idénticos a los de toda drogadicción: anulación de la voluntad, dependencia, progresiva exigencia de mayores y más continuadas dosis, paranoia, aislamiento, pérdida del sentido de la realidad...

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En el aula, en hora tardía de mañana de vívidas luces, durante una tutoría, les planteas a tus alumnos el juego... La respuesta es, prácticamente, unánime: ¡Imposible! ¡Imposible vivir así! Y tú, como docente, como haría todo docente, intentas, sin embargo, sostener, sin éxito, la tesis contraria: que sí es posible...

Eres un esclavo. Y un drogadicto. Lo sois. Pero con un agravante sobrecogedor: ¿Quién forjó las cadenas? ¿En qué fragua y sobre qué yunque? ¿Con qué pretensiones? ¿Cuándo, con ellas, sujetaron vuestros brazos, mentes y corazones? ¿Cómo libraros de ellas? ¿Dónde estará Espartaco?

Y, de pronto, te das cuenta de que ya no vives la vida, únicamente la retransmites. Que no la saboreas, sólo la comentas. Que no la contemplas y gozas, simplemente la atrapas en tu Ipad. Y la vida, esa misma vida, pasa por entre tus dedos y tus días, escurriéndose hacia lo irrecuperable mientras los libros, la poesía, la reflexión, la música, la contemplación, el recuerdo, la calma, el tempo lento malviven en ese orfelinato en el que se ha mudado tu biblioteca, tu sala, tu hogar, tu entorno y tú mismo...

Tal vez tu psicólogo logre librarse de sus cadenas. Y tú mismo. Quizás a él le ayude el que su suegra, un día, le dé por whatssappear y a ti recobrar papel y lápiz... Puede que, Espartaco, al fin y al cabo, sí exista y sea un simple no exclamado con rotundidad...