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Hoy (quizás) no tendría nada que añadir.

Un gemido bastaría. Un gemido sordo y prolongado.

¿Acaso los capullos ignoran su condición?

La denuncia que insistimos ingenua y voluntariosamente en realizar, que localiza primero y después señala el tampantojo que constituye parte esencial en la decoración de nuestra democracia, debe provocar hilaridad a quienes medran camuflados en el engaño; tanta risa como produciría a Pablo Escobar que un grupo de boys scouts le instase a dejar de traficar con coca con el argumento de que se trata de una sustancia nociva para la salud, o las carcajadas que arrancaría a Pol Pot el consejo que le ofreciera un buen hombre en el sentido de abandonar la tortura como instrumento de poder, recordándole a tal efecto que atenta contra los derechos humanos y que duele mucho.

Ni los partidos ignoran que ciertas prácticas que les venimos criticando son insolidarias e injustas, ni los líderes de esas formaciones desconocen que el sistema operativo que rige en nuestra sociedad es escandalosamente ventajista.

Si alguien tiene el morro de mantener (impertérrito) la increíble versión según la cual la indemnización en diferido no encierra gato, es porque esta familiarizado con el término impunidad. El tiempo pasará. La gente olvidará, nada puede demostrarse, los delitos prescriben; en definitiva, no habrá factura que pagar (en último extremo siempre nos quedará el indulto), los fieles seguirán votando nuestras siglas.

Y así todos los demás. Unos denunciarán escandalizados causa general en Andalucía, otros retrasarán sine die las medidas necesarias para reducir el número de cargos políticos a sueldo del Estado, o para adelgazar las administraciones. Admitirán con sobrada labia en sus discursos la necesidad de esos recortes, y lo harán con contundencia, tanta como aquella con que disimularán después sus titánicos esfuerzos para impedir que los cambios se produzcan.

Mandaremos a Bruselas elefantes premium, en concepto de recompensa por servicios prestados al partido, junto a porcelanas chinas aparatosas, aunque de escaso valor, cuya característica más relevante será que fueron regalo de la abuela. Completaremos el lote con aspirantes a una buena paga y mejores dietas escogiendo entre aquellos a quien hicimos un feo en el pasado, a pesar de su fidelidad, sacrificándoles entonces por alguien mejor apadrinado.

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Todo esto es sobradamente conocido.

Lo que verdaderamente resulta asombroso es que esta fórmula siga funcionando año tras año, lustro tras lustro a pesar de que canta a todas luces «La Traviata».

Cabría imaginar que si engañas, chuleas, robas y te burlas indefinidamente de cualquier tipo con un mínimo de criterio, este acabará pronto o tarde mandándote a tomar por saco. Pues no, en la arena política las cosas no funcionan así. Por lo que se ve podríamos pasarnos generaciones repartiendo la alternancia de la tomadura de pelo entre los de la corbata roja y los de la corbata azul, sin inmutarnos.

Aunque exhaustos, renovaremos la calificación de reserva espiritual del «cómetelo con patatas», de campeones del «play it again Sam», continuaremos vivos en el ranking de espectadores inanes de la moviola.


Nos seguirán colando Matas y Correas por la izquierda, por la derecha y hasta por el mismísimo ojete; votaremos una y otra vez a constructores de aeropuertos peatonales; no paráremos en definitiva de recibir collejas mientras agradecemos cortésmente la atención regalando nuestra papeleta en cuanto sufragio sea necesario.

Demostraremos al mundo todas las veces que haga falta que nuestra memoria es frágil, excepto si se tratara de resucitar las dos Españas; que nuestra paciencia es infinita a no ser que de banderas trate el asunto; que comulgamos con ruedas de molino siempre que las impartan sumos sacerdotes de nuestro clan.

Menos mal que la vida no sólo es eso. Menos mal que existe la brisa templada a orilla del mar, la belleza de un niño riendo y el arroz a banda.

Menos mal que la siesta.

Menos mal... que no todo es Cospedal.