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Todos podemos tener una mañana complicada y no por ello abdicamos. Imagino que es otro privilegio de la corona, en plan, «que pereza de lunes, yo me largo». Y entonces llamas al presidente del Gobierno para que lo anuncie generando un montón de expectativas y de tweets y el asunto, literalmente, se te va de las manos. Pero en el fondo no es la solución porque si lo pensamos en frío puede parecer una actuación como lo de dejar de respirar cuando tu madre no te deja salir hasta más tarde y acabas morado y mareado pero volviendo a las tantas o la del «Habla mucho que no te escucho». Pataletas infantiles de indiscutible efectividad.

Ir a trabajar después de un madrugón que precede a una noche en la que se te complica el argumento a base de lingotazos puede que te haga desear la abdicación. O morirte. Nos ha pasado a todos. Pero no basta como motivo para querer arrojar la toalla. Pero el Rey es campechano y se lo perdonamos porque a su edad está pachucho y los médicos no recomiendan que se pegue las palizas de viajes que obligan con motivo de la corona.

¿Ahora qué? Auguro tiempos complicados para SuMa, como le llamamos los que le conocemos de cerca.

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Acostumbrado a viajar con todo tipo de comodidades y en su propio avión, no lo veo ni a él y ni a Sofía compartiendo autobús de Madrid a Lugo en un viaje de la Imserso. Ni tampoco sobreviviendo a base de los bufetes de comida descongelada de según qué hotel cuando se ha pasado más de media vida zampándose los manjares más exclusivos marinados con un vino que habla francés. Dejando a un lado, claro, que en Lugo precisamente no hay elefantes ni demasiadas princesas alemanas.

Lo que decía al principio. El Rey es campechano y se lo sabrá montar. Imagino que dedicará su día a día a pasear al ejército de nietos por el parque del Retiro, a dar de comer a las palomas con el pan rancio que suele sobrar en las cocinas de la Zarzuela y a comentar con la cuadrilla del parque las obras que imperan en la capital. Y de fútbol, supongo, que es lo que se lleva.

Ahora Juan Carlos será un jubilado más, un abuelo cebolleta, dejándose la piel en cada jugada de dominó, contando tropecientas veces la misma anécdota aunque sigamos partiéndonos de risa como cuando mandó callar a Chávez y tirándole piropos a las mocitas madrileñas que van alegres y risueñas. Teniéndo que hacer malabarismos para cuadrar la pensión y que le llegue para todos los medicamentos y sufriendo en sus carnes las colas en la Seguridad Social. Seguramente, claro.