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Decía San Agustín que sabía lo que era el tiempo, salvo cuando se le preguntaban...

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El tiempo, sea metafísica o meteorológicamente considerado, ha sido siempre un recurso para los escritores;  para Proust, por poner un solo ejemplo, fue su argamasa. En el año 62, Martín Santos  publicó su novela «Tiempo de silencio», que fue entonces una bocanada de aire fresco en la atufada espesor del nacional catolicismo;  su aguda sátira del Café Gijón ya compensa su lectura. Y está «El ser y el tiempo», el mamotreto de Heidegger, al que me he enfrentado inútilmente… Y  en el año 85, Bruguera publicó «El amor en los tiempos del cólera», la grandiosa novela de García Márquez, y de la cual el autor dijo poco antes de morir que quizá sea ésta la obra suya que mejor perdure en la Historia. De la novela voy a citar una sandunguera frase: «Lotario Thugut (un personaje secundario pero muy sustancioso) tenía una perinola de querubín que parecía un capullo de rosa, pero éste debía ser un defecto afortunado, porque las pájaras más  percudidas se disputaban la suerte de dormir con él, y sus alaridos de degolladas remecían los estribos del palacio…»

Inasible, tempus fugit; no sé quién dijo que «El presente es muy poca cosa: casi todo fue». Para los ingleses, en cambio, el recurso al tiempo (el  meteorológico: los ingleses son poco metafísicos), siempre presente en cualquier inicio de conversación: awful weather, isent ´it?