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Querido Felipe.

Perdona el atrevimiento que supone dedicarte estas amistosas líneas sin que hayamos sido presentados.

Mira, soy Nacho Martín, uno más entre los no se cuántos millones de pringados que venimos ejerciendo un involuntario mecenazgo por la vía de subvencionar íntegramente el festival ese que hay montado en el país que te ha tocado en suerte regir, o como se diga.

Te voy a ser sincero: lo de la monarquía como forma de gobierno no suena demasiado vanguardista a día de hoy. Debes reconocer que tiene sus fallos como concepto. Lo de que se herede la jefatura del estado y otras cosillas por el estilo chirrían un pelín en nuestro siglo.

Pero no me he decidido a escribirte esta cariñosa epístola para darte la brasa, no. Pretendo por el contrario aconsejarte sobre un asunto que te incumbe.

Si, reconozco que suena demasiado presuntuoso que me lance a dar consejo sin haber sido requerido para ello y sin haber demostrado previamente mérito ni aval que me acredite como hábil consejero, pero es que a veces, con el correr de los años, se hace uno más desinhibido. Espero en fin que me perdones la osadía.

Te diré cómo veo yo el asunto. Me parece bien que seas proclamado Rey. Al fin y al cabo, cuando aceptamos en las duras a tu papá porque teníamos prieto el ojete, nos comprometimos implícitamente a aceptar también en las maduras las consecuencias dinásticas del asunto (Santa Rita, lo que se da no se quita).

Pero como sabes, han pasado cosas feas en el interín, asuntillos que no nos tienen demasiado contentos en general, y bastante moscas con nuestros gobernantes en particular, y me temo que eso incluye también a algunos de tus allegados.

En fin, para no aburrirte, mi consejo es es siguiente: acepta la herencia. Te haces Rey, cumpliendo la legalidad, pero inmediatamente después convocas un referéndum para que el pueblo decida si quiere que mantengas esa condición o prefiere instaurar una república.

Te apuesto mi jubilación (o si prefieres algo que esté menos en el aire, digamos una caldereta) a que ganas.

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Al menos yo votaría, sin dudarlo, que te quedes. No quiero ni imaginar la mala leche que se me pondría si te despedimos a ti, que sabes inglés y no pareces nada tonto y a cambio colocamos a uno de los jarrones chinos que se precipitarían a optar al premio.

Tú no has indultado banqueros ni apoyado guerras a cambio de fotos, tú no invitarás al bigotes a la boda de tu hija.

Imagínate al gran vaquero de los pies en la mesa, una vez ungido con la jefatura del estado, pontificando con acento tejano. Nauseabundo. A ver quién nos libraba entonces del museo dedicado a la gloria de su pintor de cabecera, ahora que el juez de Blesa está casi en el trullo.

Por no hablar de los momentazos que nos brindaría la que se convertiría por la inercia del protocolo (no es tan distinto a heredar la corona) en primera dama. Quita, quita.

Del de las cejas ya ni te cuento. Menudo bochorno nos haría pasar en más de una ocasión desde el empujón que daría el cargo a su injustificado optimismo.

Lo dicho, definitivamente molas tu mil veces más que cualquier otra opción a la vista (no he mencionado a Rouco, a Florentino ni a Espe, pero igual se presentarían, lo que agravaría, como comprenderás, el cuadro clínico).

Llevas desde niño haciendo el master king y sería una pena tirar por la borda toda esa formación.

Atrévete. Dejas a todo kiski flipando y arrasas en el referéndum. Te garantizas una legitimidad a largo plazo y nosotros quedamos vacunados contra floreros sanguijuelas, enterados, salva patrias, ególatras y mangoneros de distinto pelaje, al menos en la zona escaparate (otra cosa es el interior de la tienda, donde aún no se ha fumigado, pero por algún punto hay que empezar).

A tu niña mayor la preparas también por sí las moscas con el master queen y que ella en su día repita la jugada. Te inventas la monarquía por sufragio. Estoy convencido que tiene recorrido.

Hazme caso.