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Esta semana pasada que resultó tan histórica y fascinante como trascendental tanto para la roja como para la nueva pareja Disney, cagándola aquella a conciencia, y gozando ésta a pleno pulmón (y en coche descubierto) del fervor popular, la he dedicado yo en cambio a disfrutar de mi primer contacto íntimo con ese gadget tan puntero de la tecnología médica que viene dedicándose a producir resonancias magnéticas.

Al parecer, el modo que ha elegido mi cuerpo para adaptarse al paso de los años se substancia en el deterioro paulatino de mis articulaciones, comenzando muy juiciosamente por la rodilla, fuente antaño de tantas satisfacciones, productora hogaño de cierta cojera y no menos desazón.

A fin de dilucidar el obstáculo concreto que mantiene mi rodilla en estado de incapacidad para mantener las prestaciones habituales de su cargo, me sometí al examen resonante.

Una vez instalado cómodamente en la camilla corrediza que haría pasar mi menisco por el aro de la ciencia, representado en este caso por un túnel de fibra con el aspecto menos empático que he visto en mi vida, el auxiliar del radiólogo me advirtió de la conveniencia de permanecer inmóvil durante los veinte o treinta minutos que presumiblemente duraría la prueba, bajo amenaza de deber repetirla íntegramente en caso de caer en la tentación de mover el esqueleto.

Una vez consciente de que la prueba había comenzado, mi organismo, sin apenas tardanza, y como era previsible, comenzó a sentir unas enormes ganas de estornudar, de rascarse, de carraspear, de cambiar de postura, de estirar la pierna, de todo aquello en fin que quedaba expresamente prohibido hacer en aquellos momentos.

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Este tipo de desafíos que nos exigen un esfuerzo de inmovilidad, puede que resulten un juego de niños para personas como Rajoy, sin ir más lejos, quien ostenta el grado de cinturón negro en la disciplina de tancredismo estatuario, pero para muchos otros políticos supone una tortura pareja a la por mí sufrida en el resonador magnético.

No menearse. Esta era, hasta próximas elecciones, la consigna. El plan sería no hacer más pirulas hasta nueva orden (no alarmarse, tras los comicios se levantaría la veda). No decir y tú más, no emprender nuevas estafas, limitarse en definitiva a mantener un perfil bajo.

Algunos lo han pillado; la Cospe sin ir más lejos no ha diferido apenas estos días.

Incluso hubo alcaldes que se tomaron tan al pie de la letra lo de no menealla, que le caducaron infracciones urbanísticas personales olvidadas en el cajón etiquetado espera sine die.
Otros, como Gallardón se hicieron un lío, y mientras mantenían en la nevera la resolución denegatoria del indulto a Matas (recordemos que el pobre está deseando cumplir su condena), otorgaban un perdón escandaloso a un impresentable (el angelito se hace mucho lío a veces con estos asuntos de los indultos, quizás porque su verdadera especialidad sea decidir cómo las mujeres deben alumbrar seres con graves malformaciones).

Pero el que ha entendido completamente al revés el mensaje de mantenerse desaparecido hasta nueva orden, ha sido el ministerio de Hacienda a través de sus comunicadores de la agencia tributaria. Su incendiario lema «Lo que defraudas tú, lo pagamos todos» que resultaría un canto bastante gracioso como burla inmisericorde hacia los paganinis del desmadre épico desarrollado en España estos últimos años, llega quizás un poco a destiempo, ya que las ganas de reírse decaen por momentos.

Encontraríamos quizás más gracioso que la selección Nacional de Fútbol pagara una multa símbólica (se iba a llevar un buen pellizco si ganaban el título) por haber palmado, o que la justicia obligara a devolver lo mangado en los casos ya juzgados y condenados, o que los banqueros sentenciados tuvieran el mismo trato penal que cualquier otro menda, o que se despidiera a la mitad de los asesores de políticos.

En fin, ya me entienden, cosas que de verdad causasen cierta alegría al apaleado enfermo, aunque al moverse de gozo hubiera que repetir la resonancia. Al fin y al cabo no se estaba tan mal dentro del aparato. La próxima vez me rasco y que salga el sol por Antequera.