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Todo era perfecto. La tarde cálida y luminosa, aunque recorrida por una brisa sutil y ligeramente perfumada de flores tempranas. El voluptuoso aroma a café recién molido de la mejor calidad que ascendía desde su taza, tan distinto de la achicoria diluida, amarga y miserable que trasegaba su madre en Belcourt. Los elegantes arabescos que el humo de sus cigarrillos trazaba frente a él, como una celosía traslúcida e incorpórea que lo separaba de los demás y, al mismo tiempo, permitía que los espiara.

Todo era perfecto. Hasta su mesa llegaba el eco de un organillo lejano. A pesar de que no habían transcurrido ni diez años desde el final de la guerra, París había recuperado ya gran parte de su belleza. El alegre toldo anaranjado, entreverado de retazos de un cielo añil, teñía sus rostros de un tono tan saludable que alguien bromeó diciendo que parecían «un hatajo de jornaleros» en lugar de una tertulia de intelectuales más bien bohemios.

Todo era perfecto. La satisfacción de encontrarse al fin donde siempre quiso estar: en un bullicioso café de París, frecuentado casi exclusivamente por artistas, convertido en un autor de éxito. Todo tenía un poso deliciosamente civilizado; nada que ver con aquel país en el que creció pobre, enfermizo y enclenque, dando patadas a un balón de trapo bajo una luz cegadora, un país en el que sólo había polvo y chumberas.

Con un estremecimiento, Albert se levantó el cuello del abrigo de paño jaspeado que aún llevaba puesto pese al calor. Desde el otro extremo de la mesa, Jean-Paul le lanzó una mirada en la que se leían cierta envidia y una profunda desaprobación. Aquella costumbre suya, que muchos juzgaban como un alarde de coquetería y pretenciosidad, no era más que pura superstición. Albert creía que protegiéndose de las corrientes de aire lograría alejar para siempre al fantasma de la tuberculosis, ya que una nueva recaída podría resultar fatal. María extrajo un cigarrillo de su cajetilla de Gauloises sin pedirle permiso y lo encendió con un gesto perezoso, un gesto que llevaba implícitos un derecho y una aceptación.

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Todo era perfecto, salvo un pequeño detalle que al principio no supo identificar. En algún rincón del café había algo que desentonaba, que estaba fuera de lugar. Y de repente lo vio: sentado frente a un velador de mármol, sobre el banco forrado de terciopelo granate capitoné que recorría las paredes del interior, había un hombrecillo cuya actitud modesta y vestimenta ajada ofrecían un forzado contraste con la decoración ampulosa del local. Tenía la cabeza inclinada como si rezara, pero sus labios no se movían. Parecía abstraído pero, al advertir que lo observaba, levantó la mirada y sus ojos se dieron de bruces con los de Albert. Tenía el pelo entrecano, los ojos de un color indefinible y las mejillas mal rasuradas, y aparentaba unos veinte años más que él. Se estremeció al pensar que podría ser su padre. De hecho, incluso poseían una estructura ósea similar. Pero su padre estaba enterrado en algún lugar ignoto al este de París y aquel desconocido había vivido lo suficiente como para turbar uno de los pocos instantes de felicidad plena de los que había disfrutado en su vida.

Durante algunos instantes, Albert le sostuvo la mirada con irritación. ¿Quién demonios era aquel hombrecillo? ¿Cómo se atrevía a importunarle con su pobreza? Por alguna razón, supo que no era francés y esto le molestó aún más.

(Continuará)

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