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Caen gotas gordas, parsimoniosas y enlodadas, bajo un cielo ahumado de nubes avaras, que cubren otra vez un sol lejano y difuso: este verano va pudriéndose complacientemente… Al ruido del coche, mis gatos bajan en tropel las escaleras maullando enconadamente, protestando, sin duda, por mi ausencia del día anterior. La abuela, su hija y las crías de ésta me acosan, todas menos la pequeñina, que se muestra esquiva, quizá acomplejada por ser la única de color negro, a la que las otras no conceden oportunidad alguna de abordar la comida; tengo, pues, que aspaventarlas, sin que, por otra parte, logre el acercamiento de la negrita, vatuadell!

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Como ya lo dije en otra ocasión, la abuela se llama Pacte y su hija Progrés, así bautizadas en honor y recuerdo del glorioso gobierno del señor Antich, y ambas y su prole moran en mi casa de campo ( suena posh; Umbral llamaba la suya «mi datcha»), adónde acudo casi todos los días, y donde, entre otras faenas, tengo que espantar a los machos vecinos, siempre atentos al perfume de las feromonas… Alguna vez, cuando pequeñas, me he llevado alguna a mi piso para pasar el weekend (sic), pero siempre ha resultado un fracaso: acostumbradas al bucolismo del campo , se pasaban las horas llorando y, de paso, evacuando pis everywhere. Menos mal que la sonora presencia de Pacte conmovió a mi vecina, y ya se sabe que una mujer atractiva es siempre un proyecto lírico…