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Sí. Sorprende y no sorprende que reserváramos una mesa en la Torre Eiffel, iba yo con mi hija a despedirme de mi idolatrada París y quería hacerlo desde lo alto de su ícono más conspicuo, al que, por cierto, acudía a comer cada día el genial Víctor Hugo, y cuando le preguntaron el porqué de su fidelidad, él respondió: «Porque es el único sitio desde donde no la veo…»

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Llegamos a París al día siguiente del brutal inicio del verano, sorprendentes 33 grados. Los turistas lo invadían todo, a los ingleses, siempre vestidos tan chic, les negaban la entrada en ciertos restaurantes: ellos no autorizados con shorts, a ellas, felizmente, hasta las ingles... Miles de miles de turistas, arrejuntados con los 500 a cenar, formaban cuatro colas entremezcladas, y el caos que se instauró fue superior al de las corregudes por Sant Joan; no se sabe si el administrador presentó su dimisión… Llegados arriba, por fin, nos endiñaron una mesa cuya única visión se limitaba a los férreos armatostes. Las dos grandes salas estaban prácticamente llenas de, por este orden: japoneses, chinos, americanos, algún francés y una de Alaior, pero no era Maria Camps….

El menú, a cien euros, vino, agua y copa de champagne incluidas, estuvo decorosamente atendible. Y para terminar la noche fuimos, ¡cómo no! al Café de Flore: un gin-tónic Bombay a 17 euros, y un whisky Daniel's a 20 la tirada. En París, nada sorprende…