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Trabajaba en uno de los hoteles donde yo era director, ella era viuda y tenía entonces un hijo de unos 19 años que sufría una leve minusvalía cerebral y que por dos veces había tenido problemas serios con su corazón, debidos, según criterio médico, a un excesivo recurso a la masturbación: su minusvalía le impedía acercarse a las chicas, siquiera a las profesionales.

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Su madre me habló de ello, y con la aprobación de una psicóloga, contacté a una señora de un bordel que entendió el asunto y, mediante pago, se encargaría de iniciar al chico en la tarea. Él se quedó muy avergonzado, más bien anonadado, cuando su madre y yo se la propusimos. Trabajaba como repartidor de periódicos y conocía el lugar del evento pero se dejó acompañar, les presenté, hice efectivo el pago del servicio y me fui. Días después, ella me dijo que la situación le había impedido la preceptiva puesta a punto, pero que una vez iniciada, no había manera de calmarle y que, en realidad, le debía «tres servicios fuera cupo»…

Pletórico de felicidad, él me aseguró que ya nunca más recurriría al self-service ( sic). Visitaba siempre a la misma dama, que llegó a aplicarle una tarifa especial, y, cuando años después se casó con la chica que trabajaba con él en el kiosko, la invitó subrepticiamente a la boda, y al final se despidieron para siempre con un fuerte abrazo, ella con lágrimas…