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Mosén Meato debió de morir allá por marzo de 1959. Por mucho que nos hablaba sobre el infierno, aquel hombrecillo de cabello rapado y sonrisa postiza no logró calar demasiado hondo en nuestra imaginación infantil. Nos decía que en el infierno recibiríamos un castigo perpetuo, que nuestras carnes quemarían sin acabar de consumirse jamás. ¿Quién podía querernos tanto mal? Ni siquiera nuestra propia madre podría enviarnos una gotita de agua desde el cielo; ni una mísera gotita. Un día lo metieron en un ataúd negro, sencillo, para llevarlo a enterrar a una caseta del cementerio, llena de cirios y flores. Repartieron una estampita donde venía retratado dentro de un óvalo con una sonrisa beatífica y con las manos entrelazadas sobre el pecho. Miré la estampita durante un buen rato, como si esperara que me guiñara un ojo. Finalmente me entraron ganas de reír.

Entonces se me acercó mosén Juanito Bivio y me dijo:

-Al salir, ven a mi despacho.

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Sé que la caseta donde lo enterraron estaba llena de flores porque hacía poco que habían enterrado en ella a Merlot el ciclista. Recuerdo a Merlot vagamente. Era un hombre enteco, de piel morena, con un pantalón corto, negro, muy ceñido en los muslos, una camiseta amarilla con un número en la espalda y una gorra blanca. No llevaba casco. Los cascos de ciclista que recuerdo los había visto en el taller de bicicletas. Tenían forma de melón, pero no cubrían toda la cabeza: consistían en unas como tiras de cubierta de bicicleta entre las que podía verse el cabello del ciclista. Yo pensaba que aquello no les protegía en absoluto, que si se caían y pegaban contra una piedra se iban a matar. Pero no fue eso lo que le ocurrió a Merlot. Se cayó de bruces, no sé si porque se le partió la horquilla, y se clavó el manillar en el cuello. Perdió muchísima sangre.

Era un héroe popular. Ganaba todas las carreras. Las mujeres lo adoraban. Lo sé porque una prima mía tenía fotografías suyas pegadas en las paredes del cuartito donde trabajaba. Una amiga suya también bebía los vientos por Merlot. Cada vez que ganaba quería ser la señorita que le entregaba el ramo de flores, y salía en las fotos muy satisfecha, con los carrillos hinchados en una sonrisa que llenaba muchos huecos de la vida.

Cuando mosén Meato murió lo enterraron en la caseta de Merlot, que aún estaba llena de flores. Los alumnos nos apretujamos frente a la entrada y yo no veía nada, sólo percibía el aroma de las flores en un mediodía de marzo lleno de luz cegadora.