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Una melodía, un sabor o (especialmente) un olor pueden hacernos volver de golpe a esa época llamada infancia que «a veces es más larga que la vida», como escribió en alguno de sus libros la escritora Ana María Matute, fallecida, a los 88 años, el pasado mes de junio en Barcelona, la misma ciudad que la vio nacer. La autora de obras como «Olvidado rey Gudú» y maravillosos cuentos infantiles y no tan infantiles, fue galardonada en 2010 con el Premio Cervantes y ocupaba el asiento K de la Real Academia Española. La letra ka, una rareza como ella misma, como la infancia. La suya se la llevó de los pelos la guerra civil y la marcaron después los años pesimistas y desesperanzados que vinieron y que protagonizan trilogías como la de «Los Mercaderes».

Mi infancia ha depertado esta vez en un paseo por El Rastro de Madrid: de pronto, ese olor a cuero, a tintes de telas, a antigüedades, a baúl cerrado y a comida de pájaros, todo junto, mezclado con el murmullo de una inmensidad (el planeta entero en cuatro calles), y los rayos de sol de los domingos. Esa ráfaga me ha llevado a las manos de mi padre y de mi hermano, pasando los dos cromos de futbolistas a toda velocidad, frente a otro padre y a otro hijo que «sile» y «nole». Y me he visto allí, con una diadema rosa de aquellas con dientes que se clavaban en la cabeza, separando la melena del flequillo, parada en medio de la plazuela (ahora sé que eran las plazas del General Vara del Rey y de Campillo del Mundo Nuevo, y también la calle de Rodas) mirando esas manos seguras de lo que buscaban y tratando de entender quién querría todas esas muñecas viejas que alcanzaba a ver en algunos puestos.

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Ahora sé más cosas (gracias, principalmente, a Wikipedia): como que el origen de ese nombre que tanta curiosidad despertaba en mi niñez, El Rastro, viene de un reguero de sangre animal: «El Rastro madrileño está documentado desde 1740 como un lugar de encuentro para la venta, cambio y trapicheo de ropas de segunda mano, alternativo al negocio de la venta ambulante. Se formaba alrededor del antiguo matadero, origen de su insospechado nombre. 'Rastro' era en el siglo XVI sinónimo de carnicería o desolladero».

Ha salido el libro póstumo de Matute, cuando tan solo hace unos meses que murió con su infancia a cuestas. Es un testamento inacabado, como todas las vidas, y lleva el título de «Demonios familiares» (Destino), que estoy deseando terminar para poder conocer mejor su historia. Ella misma lo dijo: «Si alguien quiere encontrarme, puede hacerlo en mis libros». Y es que escribir siempre es enfrentarse a los demonios y es también una forma de enfrentarse al espejo. Lo real se convierte en una especie de puente que nos lleva a un mundo inventado en el que las cosas vuelven a suceder y es por eso, por ese viaje en el que los recuerdos son el medio de transporte, por lo que despierta una parte de nuestro mundo interno, a veces repleto de episodios enterrados. El espejo ya aparece en el primer capítulo de esta novela de Matute en la que la protagonista vuelve a la casa familiar tras la quema del convento donde estaba como novicia: «Ni un solo espejo en todo el convento. Ni un solo espejo en mi celda: había estado un año sin verme. Fue lo primero que se me ocurrió cuando la madre Ernestina nos reunió de nuevo en su despacho. (…) Abrí la ventana, y entró el anochecer, casi la noche. La proximidad del bosque y de los huertos que rodeaban la casa despedía un aliento salvaje, de cruda primavera. Todo parecía a punto de nacer. Me encaré al espejo, y empecé a quitarme la ropa a tirones, esparciéndola a mi alrededor, hasta que estuve desnuda, me vi de cuerpo entero. Y ya no vi una niña. Contemplaba —me contemplaba— por primera vez: una mujer joven, blanca. Una criatura a la que apenas daba el sol, y en aquel momento descubrí que tenía sed de sol, de viento. El contraste de la blancura de mi piel con el negro intenso de mi cabello casi me sorprendió, como si no me perteneciera, como si fuese de otra persona. Aquel había sido mi año de prueba, y al siguiente, si persistía —que no persistiría—, sería mi ingreso en el convento ya oficialmente como novicia. Abrí bruscamente el ropero y arriba se mecieron los vestidos, en sus perchas. «Todos mis vestidos...» Alargué los brazos y los abracé, como a antiguos cómplices, más que amigos».

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