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En tiempos de TIL y de tal, parece que se está poniendo de moda poner verde a Madrid… ¡hasta entre quienes no la han visitado jamás! Es verdad que yo misma he contribuido a la quema desde esta sección describiendo sus alrededores como un «inhóspito páramo», diciendo que huele a «polvo seco, sordo y contaminado» y que, cuando estoy allí, «el paladar me sabe a ceniza». Pero hay que tener presente que todo esto es tan solo una parte de la verdad, que nada tiene que ver con sus gentes ni con el paisaje urbano, sino con la profunda antipatía que me produce su clima.

Lo primero que llama la atención en Madrid es que casi nadie es de Madrid, sino extremeño, cántabro, murciano, baturrico o de un pueblecito de Cuenca, por lo que ninguno de sus habitantes se siente particularmente orgulloso ni responsable de ella y se la puede criticar a tumba abierta, sin miedo a herir sensibilidades que, en otras latitudes, están demasiado exacerbadas para mi gusto. Y si alguno puede «presumir» de haber nacido en Madrid, raro sería que sus progenitores lo hubieran hecho, por lo que rodar Ocho apellidos madrileños sería casi imposible.

El segundo factor más llamativo es que, a pesar de gozar de un servicio de transporte público modélico que ya quisieran para sí algunas capitales europeas, los madrileños siempre llegan tarde. ¡La de horas que habré perdido yo dando vueltas al oso y el madroño de la plaza del Sol, esperando a mis amigas…! Un madrileño –o residente en Madrid, que como ya he explicado es casi lo mismo- es perfectamente capaz de llegar media hora tarde sin disculparse, dado que es lo normal. Así que, si quieres tener amigos, apechuga con ello y empieza a mentalizarte de que, si la hora oficial de kedada es a las nueve, nadie llegará antes de las nueve y veinte (por lo menos).

Pero vamos con lo positivo, que si no me regañan… Para empezar, he de decir que los atardeces de Madrid son tan fastuosos como un antiguo telón de terciopelo. Basta con presenciar el ocaso desde el mirador que hay frente al patio de armas del Palacio Real para entender de golpe el término «berroqueño» (con el que tanto nos mareaban en Historia del Arte). El panorama que se divisa desde allí en esos instantes es un festival de colores cálidos, que se reflejan en las nubes que planean sobre el Manzanares, San Antonio de la Florida y la Casa de Campo con la violencia de una aurora boreal.

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Otra cosa que me gusta de Madrid es lo irresistiblemente pueblerina, tan de chotis, barquillo y mantón de Manila, que resulta en algunos barrios, como todos los que rodean al Rastro. Madrid es capaz de lo mejor y de lo peor al mismo tiempo, como cualquier ciudad de sus dimensiones. Pero muchas son las ventajas que ofrece al buen turista: museos espectaculares y muy baratos, numerosos parques –no sólo existe El Retiro, señores, también El Capricho o La Rosaleda-, preciosos edificios mudéjares o neobizantinos… Además de unos alrededores accesibles y que merece la pena visitar, como por ejemplo Alcalá de Henares, Segovia, Aranjuez, Chinchón, Sigüenza, Rascafría, La Granja de san Ildefonso, Toledo, el pantano de san Juan, Ávila, El Escorial, la serranía de Ayllón o el misterioso hayedo de Tejera Negra… Tan sólo de pensar en los choricitos al vino, las chuletitas de lechal, la miel sobre hojuelas y demás rotundas delicias gastronómicas que se pueden degustar por allí, se me hace la boca agua… Pero, eso sí, antes que tomarme una «relaxing cup of café con leche» en la plaza Mayor, prefiero engullir un grasiento bocadillo de calamares, que cuesta la mitad y no es tan de horteras. ¡Abajo Llardy, y que viva el Museo del Jamón!

Aunque para los autóctonos quizá lo mejor es el clima de tolerancia extrema que se respira en ciertos barrios, la riquísima oferta cultural de que disfruta, que haya animación a todas las horas del día (¡y de la noche…!), una red de instalaciones deportivas casi tan extensa como la de transportes –doy fe personalmente de que el abonopiscinas de tiempos de Gallardón presidente era imbatible- y, sobre todo, la posibilidad de estudiar cualquier cosa a cualquier precio.

¿En contra? Que es tan seca que se me cuartean las mejillas en cuanto me asomo a Barajas. Nada que una buena crema ultrahidratante no pueda arreglar, en definitiva.

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