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En el transcurso del taller en torno a las escrituras del yo, en La Torre de Papel de Ciutadella, he descubierto (gracias, a su vez, a las enseñanzas de Laura Freixas: como en una gymkana, una pista lleva a otra) un libro de la arqueóloga y profesora de Prehistoria en la Universidad Complutense de Madrid Almudena Hernando, titulado «La fantasía de la individualidad: sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno» (Katz, 2012). Puede parecer sesudo por aquello del título pero, en realidad, Hernando plasma un planteamiento sencillo sobre el nacimiento de la identidad en el orden patriarcal que nos gobierna. Entiende identidad como la idea que cada uno tiene sobre sí mismo y expone que en todas las sociedades existe una identidad relacional, propia de sociedades rurales y poco desarrolladas, anteriores al siglo XVIII, con actividades siempre cíclicas y en las que la relación con el mundo estaba mediada por una instancia sagrada. En ese tipo de sociedades el individuo se funde en el grupo y solo así, en comunidad, según Hernando, es posible la supervivencia: no hay otro camino. El cambio es algo temido —la incertidumbre de lo desconocido, no asegura, subraya la autora, esa supervivencia— y es más importante el espacio propio que el tiempo: no hay, por tanto, una conciencia de los deseos particulares y el yo se funde como mantequilla en pan caliente en un nosotros infinito.

Existe otra identidad, la identidad individual, que implica una fuerte conciencia del yo y en la que el sujeto, sus proyectos, temores y anhelos pasan al centro de la diana. Este tipo de identidad aparece hacia el siglo XVIII (aunque varía según los países, las clases sociales y su acceso al estudio) gracias a factores como la división del trabajo, una relación racional con el mundo y un distanciamiento con esa instancia sagrada que antes todo lo regía: el tiempo pasa a ser más importante que el espacio y el cambio, en general, se convierte en un factor positivo. Es decir, explica la autora, la conciencia del yo surge históricamente cuando se dan unas circunstancias determinadas, pero la clave que señala esta tesis es que la citada identidad relacional y la necesidad de pertenencia al grupo no se ha perdido nunca, porque sin ella no podríamos sobrevivir (tampoco hoy) y ha sido un tipo de identidad que ha mantenido activa especialmente la mujer, aunque el valor de este rol no haya sido reconocido en el discurso histórico. La mentalidad patriarcal no reconoce, según Hernando, lo que ha aportado el vínculo de la comunidad para el avance de esa presunta evolución de la razón y el individualismo. Precisamente, esta grieta es para la autora una de las raíces de la discriminación y es que, la responsabilidad de que tengamos un orden social caracterizado por la desigualdad de género —el orden patriarcal— se debe, dice, a «la falsa convicción de que el individuo puede concebirse al margen de la comunidad y que la razón puede existir al margen de la emoción». Los varones se han centrado generalmente en el desarrollo de su individualidad y han tenido el apoyo de las mujeres, mientras que las mujeres de la modernidad se han ido individualizando sin dejar de lado la identidad relacional. Se ha desarrollado así un nuevo tipo de individualidad en la que coexisten (o deberían) ambas identidades: el individuo no se desentiende de la pertenencia a la tribu sino que la conserva paralelamente a su desarrollo (más que nada, y siguiendo la tesis de Hernando, porque no tienen a ningún otro sujeto que cumpla esa función imprescindible para la supervivencia).

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Todo un viaje que ahora hacemos en el taller en torno a ese yo tan explorado por los escritores, desde que con el nacimiento de la identidad individual naciera también y se extendiera así la literatura del yo (autobiografías, diarios, cartas...). La búsqueda del yo (o de los múltiples yoes que cohabitan en cada uno de nosotros) está cada vez más presente en las librerías, y muta ahora en la autoficción: una mezcla de realidad y ficción en la que prima la ambigüedad y la identificación del autor con el protagonista principal y el narrador ya no está clara: se envuelve en la misma nebulosa que nos gobierna cuando recordamos o soñamos (o vivimos). En esa ruta del yo, en realidad, los autores experimentados solo tratan de palpar a ciegas alguna que otra respuesta colectiva, o como dice el escritor húngaro Stephen Vizinczey, «el autor joven siempre habla de sí mismo incluso cuando habla de los demás, mientras que el autor maduro siempre habla de los demás, incluso cuando habla de sí mismo».

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