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Mi ascensor me odia. Desde el primer día he comprobado que no tenemos feeling. Tampoco le caigo demasiado bien a la impresora del trabajo. Es uno de esos cacharros al que le han puesto un montón de botones que sirven para un montón de cosas y que al final, lo único que consigues si intentas utilizarla es un montón de cabreos. Te confieso, amigo lector, que hay algunos cachivaches con los que no me aclaro y, mientras vomito improperios y maldiciones, veo como la evolución tecnológica me pasa por encima dejándome como un cavernícola analógico en la era digital. Y entre enfados monumentales lo único que me consuela es cuando apretando botones a la torera consigo que el aparato en cuestión funcione o me obedezca. Aunque mi duda es si lo hace a partir de la orden que le mando o, simplemente, por pena.

Me he propuesto para el 2015 firmar un tratado de paz, o al menos de no agresión, con algunos de estos instrumentos eléctricos que me rodean y que me complican la existencia en lugar de facilitármela. Porque para qué negarlo, cuanto más inteligente es mi smartphone, más imbécil me siento.

Lo mío con las impresoras viene de lejos y creo que en alguna ocasión ya te lo he comentado. La que hay ahora además de fotocopiar, envía y recibe fax, hace fotocopias láser (vivo con el temor de que algún día salga Darth Vader con su espada y me rete a un combate) y, vista la moda, seguro que también hace cupcakes. La suerte es que en 'Es Diari' hay quién sabe usarla y me aligera las penurias. Algo similar me pasa con el módem de internet, que tiene un montón de luces y de botones pero solo funciona cuando le viene en gana.

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Lo del ascensor es algo personal. No le caigo bien ni él a mi, pero estamos condenados a entendernos. Cuando viajo acompañado se comporta hipócritamente como un vecino más. Cuando voy solo se vuelve rancio. Por ejemplo, la puerta se abre y se cierra con un tiempo récord dándole igual se he pasado. Dicen que los aparatos de este tipo llevan sensores para detectar si hay alguien y frenar para no causar una desgracia. El mío se esfuerza cada mañana para que ocurra la desgracia conmigo. Otra escena típica es la de las mañanas en las que tengo prisa y tarda una barbaridad en desperezarse y ponerse en marcha. O cuando se cierra y tengo que darle dos veces al botón para que lleve a buen puerto. O al menos al puerto seleccionado. A veces, cuando afino el oído, me parece escuchar como el cacharro se descojona conmigo dentro de una forma malévola.

Afortunadamente no me llevo mal con todas las máquinas. La Thermomix la tengo domesticada y es un amor. No solo obedece sin rechistar sino que encima sazona todo los platos que cocino con una indescriptible pizca de amor. Electrónico, sí, pero amor al fin y al cabo.

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